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Por qué se cree y por qué no se cree

“Creer” o “no creer”: ¿qué significan estas expresiones (estas decisiones) personales? El profesor Antonio Aranda analiza los motivos y los factores rodean o explican esas dos actitudes diversas, en concreto en el contexto de un ambiente social y cultural de raíces católicas.

Antonio Aranda·21 de febrero de 2022·Tiempo de lectura: 10 minutos
Creer o no creer Antonio Aranda

Preguntarse por el porqué de unas actitudes personales que, como en el caso que estudiamos, hacen principalmente referencia a la libertad y a la disponibilidad del hombre frente al misterio de Dios y de sí mismo, significa adentrarse en una cuestión de cierta dificultad. 

No sólo, en efecto, es inabarcable la magnitud de las nociones que entran en juego (Dios, hombre, fe, libertad, verdad, etc.), sino que, además, por tratarse de actos pertenecientes al ámbito particular de cada sujeto, resulta inadecuado el objetivo de dar una respuesta general. El verbo creer o su contrario no se conjugan propiamente en forma impersonal (se cree-no se cree), sino en primera persona del singular (creo-no creo), o del plural (creemos-no creemos).

Esa doble cuestión (por qué se cree-por qué no se cree), dada la realidad y la trascendencia del fenómeno humano que encierra, ha sido estudiada en su significado antropológico fundamental, ya que en todo tiempo y en todo lugar ha habido, y hay, hombres que han creído o no han creído. Analizar la tendencia a creer que late en la criatura humana como tal, así como la de su contraria, tiene sin duda un notable interés.

Ahora bien, sin abandonar en el fondo ese terreno, es otro el punto de vista con el que abordaremos la cuestión. Nos situaremos en el aquí y ahora de la sociedad contemporánea, pero lo que tomaremos en consideración, mirando sobre todo al mundo occidental, no será tanto su condición de “postmoderna” cuanto su índole de sociedad por decirlo así “postcristiana”, como a veces se la denomina, es decir, religiosa y culturalmente influida por la fe en Jesucristo y la confianza en la Iglesia, pero alejada ahora en la práctica –si bien sólo parcialmente– de sus raíces. En ese contexto, cuando un ciudadano crecido y educado en un ambiente social y cultural de raíces católicas dice “creo”, o “no creo”, ¿qué está diciendo y por qué lo dice? 

Fe, confianza y verdad

Creer es un acto y una actitud personales, esencialmente ligados a la naturaleza racional y relacional del hombre. Significa aceptar la verdad de lo que me da a conocer otro, en quien confío. No es sólo conocer lo que se me transmite, sino aceptarlo como verdad, y esto porque me lo comunica alguien en quien tengo puesta mi confianza. La actitud de fe, en cuanto aceptación de algo como verdadero aunque sea aquí y ahora inevidente, está inseparablemente unida a la confianza que el creyente ha depositado en quien le manifiesta aquella verdad. El conocimiento de fe es, sobre todo, como se suele decir, un conocimiento per testimonium. 

Fe en la verdad de algo y confianza en quien lo dice son inseparables: si falla la confianza en el testigo, se desvanece la aceptación como verdad de su mensaje y se quebranta, en consecuencia, la certeza del conocimiento de fe. Como cristianos, en concreto, aceptamos con obediencia de fe la verdad de una doctrina que se nos comunica, o la coherencia de un comportamiento moral que se nos enseña, porque “antes”, o simultáneamente, hemos depositado nuestra confianza en el testimonio de la Iglesia, en la que reconocemos la autoridad de Jesucristo, en quien creemos y confiamos como Dios y Salvador. 

En la actual crisis de fe –o mejor de vida de fe, pues son las acciones externas las que podemos constatar– en personas y poblaciones de antigua tradición cristiana, pueden detectarse diversas situaciones, que describiremos someramente hasta llegar a la última, en la que nos detendremos. 

a) A veces, por ejemplo, se advierte un debilitamiento de la aceptación de la doctrina y del modelo de vida que enseña la Iglesia, y un alejamiento de ella misma, por haberse producido un deterioro previo de la confianza, debido quizás a la falta de ejemplaridad de algún representante suyo. Pero no es este, aunque se trate de una cuestión no menor, el principal motivo de la extensa crisis de fe. 

b) El alejamiento de la fe, en un segundo ejemplo, podría estar desvelando una disposición moralmente deficiente que no se quiere corregir, y que induce a negar el asentimiento a una doctrina que obligaría a rectificar el comportamiento. Cuando eso ocurre, cuando un creyente no quiere aceptar el compromiso personal con la verdad en la que cree, puede acabar rechazando que lo sea. Un corazón lastimado es capaz, en efecto, de acallar la voz de la conciencia y de atenuar la tendencia natural de la inteligencia a descansar en la verdad. 

c) Como una concreción del caso anterior, podría también suceder que el deterioro de la confianza no dijese ya referencia a la Iglesia como testigo de Cristo, sino más bien a uno mismo como indigno de la confianza de Dios. Quien, en razón de su comportamiento moral, no se considera susceptible de recibir la misericordia divina –lo que significa desconfiar erróneamente de ella– puede también acabar poniendo su fe en cuarentena. Esa disposición, al igual que la anterior, sólo puede superarse, como enseña la parábola del hijo pródigo, mediante un movimiento de conversión hacia la misericordia paterna de Dios. Y en ambos casos esa conversión es realizable, pues en esos sujetos está latiendo, aunque se resistan a admitirlo, un sentimiento personal de culpa.

d) Pero, además de esos modos de comportamiento, que derivan más hacia un no practicar la fe o a un no querer aceptarla por razones morales que hacia un no creer en sentido estricto, se advierte también en la sociedad contemporánea una actitud contraria a la fe, difusamente extendida y de consecuencias objetivamente más graves. Consiste, en esencia, en negar con argumentos teóricos la existencia misma de cualquier verdad objetiva, y en rechazar toda autoridad que diga transmitirla. La prolongada hegemonía de esa postura intelectual, que ha desembocado en el relativismo y en la cultura de la indiferencia imperantes en el mundo occidental, está causalmente presente en el actual no creer de muchos. Si en los casos anteriores aludíamos a una conversión relativamente factible, en éste, por el contrario, es preciso subrayar la dificultad, pues la negación de toda verdad objetiva conlleva el rechazo de la objetividad de la culpa, y sin conciencia de culpa no puede haber conversión. 

Relativismo e increencia

Conocer y abrazar la verdad es la gran capacidad y, al mismo tiempo, la gran tentación del hombre, pues también puede libremente no abrazarla. Tal capacidad se halla inscrita –enfocando la cuestión desde la luz de la fe– en el hecho de ser el hombre una criatura a imagen de Dios. En Dios mismo, la Verdad conocida (el Verbo) es siempre Verdad amada; más aún, el Amor en Dios es Amor a la Verdad. Al haber puesto su imagen en nosotros nos ha hecho capaces de amar libremente la verdad, pero también de rechazarla. En ese sentido, cuando se niega la existencia de la verdad como tal y se rechaza en consecuencia la tendencia natural hacia ella de la inteligencia humana, su cualidad de fundamento de la libertad personal, etc., … se está también negando de raíz la condición del hombre como imagen de Dios. 

Los grandes conflictos y desafíos contemporáneos –también el de creer o no creer, que aquí consideramos– están siendo de hecho debatidos en un escenario esencialmente antropológico, en el que se enfrentan distintas concepciones. Es importante, por tanto, hacer referencia, sin salir de nuestro tema, a lo que básicamente distingue la comprensión creyente (cristiana) del hombre de la que se encuentra difundida en la sociedad postmoderna, relativista e indiferente. Como acabamos de mencionar, la raíz revelada de la grandeza y dignidad del hombre es su haber sido creado a imagen de Dios y hecho capaz de llegar a ser, por la gracia, hijo de Dios. Desde esta perspectiva, el conocimiento natural y el conocimiento de fe gozan, en la unidad del sujeto, de una íntima coherencia y continuidad. El pensamiento cristiano, en diferentes contextos culturales aunque de modo permanente a lo largo de su historia, ha sabido mostrar y defender esa íntima relación entre fe y razón, subrayando al mismo tiempo sus diferencias cualitativas y sus distintos estatutos epistemológicos. Eso ha permitido, por ejemplo –aunque el ejemplo es de la máxima importancia– desarrollar un saber metafísico cuyo vigor especulativo es admirable.

La afirmación de la objetividad del ser, de la real analogía y diferencia ontológica entre la criatura y Dios, y de la capacidad de alcanzar la verdad objetiva tanto en el orden natural como –mediante la gracia– en el sobrenatural, son elementos indispensables del razonamiento cristiano. En él, por decir las cosas simplificadamente, la razón del hombre está medida por la verdad objetiva, la verdad por el ser y el ser por el Creador. 

Al mismo tiempo, siempre dentro de la dinámica de desarrollo del pensamiento cristiano, el conocimiento de fe está ligado por su propia naturaleza a unas fuentes testimoniales que lo transmiten con fidelidad, y lo interpretan con autoridad. No es que la razón quede vinculada en el ejercicio de su operación propia a la fe y al Magisterio que la propone, sino que es el objeto de esa operación (la verdad) lo que el Magisterio puede mostrar con autoridad. La razón del creyente dice necesaria referencia a la doctrina de la Iglesia por mediación de la verdad que ella propone. Y de igual modo deben referirse a esa verdad y a esa autoridad –en el grado en que la Iglesia lo manifieste– el libre comportamiento moral del cristiano y el juicio personal de conciencia. 

Estas afirmaciones que hacemos tan someramente por tratarse de doctrina muy conocida, han sido, sin embargo, sometidas a fuerte crítica e incluso rechazadas por una parte del pensamiento filosófico y teológico desde hace tres siglos. Como es bien sabido, el pensamiento moderno –a través de la introducción de una nueva noción de razón– estableció dos rupturas con la tradición cristiana: la ruptura con la objetividad del ser y de la verdad, y la ruptura de la íntima relación entre fe y razón. La razón deja de ser vista como la capacidad de conocer una verdad que le trasciende, para pasar a ser vista como función de una verdad que ella misma constituye. 

El razonamiento queda desvinculado, por tanto, de todo lo que sea exterior al sujeto, y encuentra en sí mismo su justificación. Razón significa, entonces, autodeterminación y liberación del poder normativo de toda tradición y de toda autoridad. 

Un nuevo modo de comprensión 

Estamos, así, no ya sólo ante un nuevo concepto de razón y de conocimiento, sino también, a la larga, yendo al fondo de la cuestión, ante una novedad en el modo de comprenderse el hombre a sí mismo, una concepción antropológica que se aleja de la enseñada en la tradición católica. Las consecuencias de esa dinámica intelectual, que postula la fractura de la unidad entre fe y razón, han sido y son determinantes en nuestra cuestión. 

En materia de moralidad, por ejemplo, dicha quiebra se traduce en sostener la total separación entre una ética de la fe (no relacionada orgánicamente con la razón) y una ética racional (que encuentra su validación en la autonomía de la razón práctica). Y acabará presentando la doctrina de la Iglesia en materia moral como contraria a la dignidad del hombre y a su libertad. Y, de manera semejante, al rechazar el fundamento objetivo de la verdad y dejarla reducida a pura subjetividad, cualquier referencia de la conciencia a una norma moral exterior al sujeto será impugnada como indigna del hombre, como puro formalismo legalista y como la destrucción de la auténtica moralidad. 

No debe extrañar, por tanto, que la frase evangélica: “la verdad os hará libres” sea sustituida por la contraria: “la libertad os hará verdaderos”. Esa inversión pone las premisas de unas consecuencias morales gravemente dañosas. 

De hecho, la doctrina de fe y la praxis moral que transmite la Iglesia en estas materias parecen haber perdido plausibilidad en la estructura de pensamiento del mundo moderno, y son presentadas y tenidas por bastantes de nuestros contemporáneos como algo ya superado en el tiempo. Pero, siendo esto grave, lo es aún objetivamente más el hecho de que esos modos de entender al hombre –que en el fondo plantean la alternativa entre fe y oposición a la fe, entre creer y no creer– se hayan convertido en habituales, y encuentren eco e incluso aceptación entre los cristianos.

En la cultura del relativismo y la increencia

Como venimos señalando, detrás del creer y del no creer se esconde siempre una determinada visión del hombre (una antropología) que necesariamente desemboca en una teoría del comportamiento moral (una ética) congruente con ese punto de partida, y que, como consecuencia última, acaba convergiendo en una concepción de la vida social, cultural, política, etc. (un sentido del hacerse de la sociedad). Por ese motivo, en la desafección de muchos bautizados respecto a la doctrina y al sentido de la vida transmitidos por la Iglesia –y respecto a la Iglesia misma–, o lo que lo mismo, tras el porqué del alejamiento y hasta del no creer teórico o práctico de tantos, hay que saber descubrir la debilitación en ellos –por ignorancia, por falta de formación– del sentido cristiano de la persona, bajo el influjo dominante de otras concepciones antropológicas y, en concreto, del relativismo que se respira en la sociedad y en los medios de comunicación.

No es tarea fácil presentar una síntesis ordenada de lo que ese oscurecimiento de la visión cristiana de la persona está representando en la vida real de los creyentes, y menos aún indicar soluciones particulares a los problemas que plantea. Sin embargo, por razón de su importancia, mencionamos, sólo a modo de ejemplo, dos ámbitos en los que la debilitación del sentido cristiano del hombre está contribuyendo a fomentar entre los creyentes actitudes morales y sociales de increencia, es decir, un solapado pasar en la práctica del creer al no creer. Son: a) la falta de compromiso personal con la verdad; b) la indiferencia ante la crisis provocada en contra del matrimonio y la familia. 

a) Conocer la verdad y no amarla –lo que conduce a rechazarla– supone un serio daño para la conciencia, y desemboca de manera inevitable en una fractura de la unidad interior de la persona. Es ésta una grave enfermedad espiritual, padecida hoy por muchos ciudadanos nacidos y educados en sociedades tradicionalmente cristianas. Quien así se conduce en materia de fe y de moral contrapone su pertenencia genérica a la comunidad de los creyentes con una actitud existencial de increyente. Fácilmente acaba también postulando una “doble moral” y admitiendo una “doble verdad”, lo que está a un paso del puro no creer. Por el contrario, el compromiso del hombre creyente con la verdad se traduce en actitudes morales de gran relieve personal y social, capaces de remontar el actual conformismo ético, dominante en casi todos los países. Dejamos así aludida, aunque no la desarrollemos, la trascendencia evangelizadora de la unidad de vida del cristiano.

b) En el ámbito del matrimonio y la familia –y también en el de la educación primaria y secundaria– se realiza ordinariamente la primera y decisiva transmisión del modelo de vida creyente. El recto despliegue de su función educadora encierra importantes razones del por qué se cree, como también, de manera semejante, su quebranto alimenta las raíces del por qué no se cree. Merecen ser resaltadas, a este respecto, unas palabras de Benedicto XVI: “Hay una evidente correspondencia entre la crisis de la fe y la crisis del matrimonio” (Homilía en la Misa de inauguración del Sínodo de los Obispos, 8-X-2012). En efecto, todo lo que daña la verdad del matrimonio y de la familia, hiere también la transmisión de la fe como actitud religiosa y como adhesión confiada a unas verdades. 

Cuando es combatido activamente el sentido cristiano del matrimonio y de la familia, como sucede hoy de manera implacable, y su imagen se presenta desfigurada ante la opinión pública, se está dejando también malherida su capacidad de propagar los fundamentos básicos de la formación de la conciencia y de las actitudes morales: la referencia filial a Dios y a la Iglesia, la importancia de la sinceridad, los deberes de fidelidad, de caridad y de justicia, el sentido del pecado, la obligación de obrar el bien, etc. 

Es ahí, en la asimilación de esos elementos básicos de responsabilidad moral, transmitidos en la familia por la vía más eficaz, que es la del amor, donde comienza a forjarse la personalidad del creyente. De ahí la urgente necesidad de proteger la verdad del matrimonio y la familia cristiana para contribuir a conservar y propagar la riqueza de la fe, sin la cual también lo humano como tal se pierde. Queda así señalada, aunque, como en el caso anterior, no desarrollada, la centralidad de una realidad esbozada también por Benedicto XVI: en la actual situación, “el matrimonio está llamado a ser no sólo objeto, sino sujeto de la nueva evangelización” (ibídem).

El autorAntonio Aranda

Profesor ordinario emérito, Facultad de Teología, Universidad de Navarra

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