Sagrada Escritura

Zacarías, del turno de Abías (Lc 1, 5) 

La historia de Zacarías, esposo de Isabel, prima de la Virgen, encierra una significativa lección de confianza en Dios, humildad y agradecimiento ante las maravillas realizadas por Dios en nuestras vidas.

Josep Boira·22 de noviembre de 2022·Tiempo de lectura: 4 minutos
zacarías

El evangelista Lucas, después del breve y elegante prólogo (1, 1-4), presenta en sus dos primeros capítulos el Evangelio de la infancia de Jesús (caps. 1-2), que es una cuidada narración del nacimiento e infancia de Juan Bautista y del Hijo de Dios.

Dentro de los paralelismos de las distintas escenas, se pueden observar los rasgos distintivos de cada personaje, en una secuencia de episodios, donde lo divino y lo humano se entremezclan de modo sencillo y admirable.

Entre los distintos protagonistas de esta historia, está Zacarías. No es el principal de ellos, pero el evangelista ha querido retratarlo con rasgos bien definidos. 

Sacerdote

Como es habitual en Lucas, lo primero es encuadrar el acontecimiento en la historia profana: “mientras Herodes era rey de Judea” (v. 6). A continuación la presentación de Zacarías junto a su mujer Isabel según su oficio, linaje y conducta: él, sacerdote, del turnode Abías (v. 5).

Podríamos considerarlo un simple sacerdote (en gr. hiereús tis, “un cierto sacerdote”), de los varios de su grupo que entran en el sorteo para ejercer una determinada función sacerdotal: “entrar en el santuario del Señor para ofrecer el incienso” (v. 9). Ella, perteneciente al linaje de Aarón.

La conducta de ambos era irreprochable, a pesar de no haber tenido descendencia, pues ella era estéril y ya eran ambos de edad avanzada (v. 7). Se comportaban como el Señor pidió a Abrán: “Camina en mi presencia y sé perfecto” (Gn 17, 1), a pesar de que “Abrahán y Sara eran ancianos, de edad avanzada, y a Sara le había cesado la regla de las mujeres” (Gn 18, 11).

Zacarías ofrecía el incienso aromático y el pueblo oraba intensamente fuera (v. 10), pues se trataba de una “ofrenda consumida, de suave aroma en honor del Señor” (Lv 2, 2). Pero el Señor irrumpe de modo inesperado, toma la iniciativa enviando un ángel: estaba “de pie a la derecha del altar del incienso” (v. 11). Le anunciaba que sus oraciones habían sido escuchadas: su mujer le iba a dar un hijo, y le pondría el nombre de Juan (v. 13). “Con el espíritu y el poder de Elías”, Juan prepararía “al Señor un pueblo perfecto” (v. 17). 

Mudo (y sordo)

Era mucho para Zacarías aceptar el anuncio, como lo fue antaño para Abrán, que pidió una señal (cf. Gn 15, 8), como para Gedeón, que exigió repetidas pruebas (Jc 6, 17.36.39), y para el rey Ezequías (2R 20, 8). Estos obtuvieron la señal de parte de Dios, pero a Zacarías se le pidió solo confianza: ya era suficiente prueba estar en la presencia del mismo Dios en el santuario y recibir la visita de Gabriel, que asiste ante el trono de Dios y fue enviado para hablarle y darle una gran noticia (v. 19). Por no haber creído, la prueba iba a consistir en un castigo: quedarse mudo hasta que se cumpliera lo anunciado (v. 20).

En su momento, Isabel concibió pero se ocultaba, quizá dolida por no haber confiado en aquellas oraciones de joven esposa sin descendencia, pero agradecida porque fue Dios quien le había otorgado el don de la maternidad. A partir de ese momento, el evangelista también cumple con la disposición del ángel: dejar mudo a Zacarías, pues desaparece de la escena, en favor de su esposa Isabel. Es más, es como si Zacarías también estuviera sordo, pues parece no enterarse de la otra gran noticia: la mujer que llega a su casa, María, es la Madre del Señor, tal como anuncia Isabel (v. 43).

Llama la atención que al nacer Juan, los vecinos y parientes preguntan “por señas” a Zacarías acerca del nombre del niño (v. 62). De hecho, cuando Zacarías salió del templo después de la visión e intentaba explicarse por señas al pueblo, “permaneció mudo” (en gr. kófos, que también puede significar “sordo”, cf. Ex 4, 11). 

“Juan es su nombre”

Nacido el niño, a los ocho días, la circuncisión y la imposición del nombre. El asombro se apodera de los parientes cuando Isabel declara con contundencia que “se llamará Juan” (v. 60). Entonces reaparece Zacarías, al que le preguntan por señas sobre el importante asunto: “Y él, pidiendo una tablilla, escribió: ´Juan es su nombre`” (v. 63). Y se cumple lo dicho por el ángel (v. 13): una vez el padre le puso el nombre, terminó su mudez (y sordera). Zacarías estalló en bendiciones a Dios, con lo que provocó un gran estremecimiento y admiración en el pueblo: no solo entre los testigos presenciales, sino entre los que les llega la noticia. Todos guardan en el corazón lo que han visto y oído (vv. 65-66).

Tal es la alegría de Zacarías que el Espíritu Santo lo llena para que profetice: es el Benedictus, un cántico totalmente arraigado en el Antiguo Testamento, por sus continuas citas y alusiones a él (Sal 41, 14; 72,18; Ml 3, 1; Is 40, 3; 9, 1, etc.) de inmenso agradecimiento a Dios por su infinita misericordia con el pueblo de Israel y de un santo orgullo por haber engendrado a un niño que será “profeta del Altísimo” y que “guiará nuestros pasos” (los pasos del pueblo de Dios, al que Zacarías pertenece) “por el camino de la paz” (v. 79).

La tristeza pasada por no tener descendencia se convirtió para él en “gozo y alegría”, tal como el ángel le había dicho (v. 14), pero no por tener descendencia, sino porque ese hijo iba a dedicarse por completo a una misión divina: “enseñar a su pueblo la salvación, para el perdón de los pecados” (v. 77).

Y así, Zacarías, y su mujer Isabel, se convierten en ejemplo admirable de padres santamente orgullosos de la vocación divina de sus hijos.

El autorJosep Boira

Profesor de Sagrada Escritura

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