Familia

El profetismo de la mujer

En muchas figuras literarias femeninas encontramos la plasmación de lo que Juan Pablo II denominaba el “genio” y el “profetismo” de la mujer, que nace de su apertura constitutiva a la maternidad.

José Miguel Granados·31 de agosto de 2021·Tiempo de lectura: 3 minutos
mujercitas

Foto: Visual Stories || Micheile / Unsplash

La novelista norteamericana Louisa May Alcott (1832-1888), que trabajó mucho por la abolición de la esclavitud y por la inclusión de las mujeres en los sufragios, narra con gran sensibilidad la vida de las cuatro hijas del matrimonio March (Meg, Jo, Beth y Amy), en la popular Mujercitas (Little Women) y en sus dos secuelas: Buenas esposas (Good Wives) y Los muchachos de Jo (Little Men). Describe la amable y recia pedagogía de un hogar cristiano, que debe afrontar diversos sufrimientos y dificultades. Superando prejuicios clasistas, excesos del temperamento, enfermedades, separaciones por la guerra, así como la penuria económica, las jóvenes llegan a convertirse en profesionales responsables y en esposas y madres cultivadas.

A su vez, la escritora canadiense Lucy Maud Montgomery (1874-1942) creó la encantadora figura de Anne Shirley, en la famosa novela Ana de Tejas verdes (Anne of Green Gables) y en los siete libros posteriores de la serie: la niña huérfana – adoptada por los dueños de la granja llamada Tejas verdes, hermano y hermana, solteros y mayores (Matthew y Marilla)- vivaracha, inteligente, original, impulsiva, cariñosa y tozuda. Cuenta la apasionante historia de esta mujer dotada de gran personalidad, que ilumina con su agudo ingenio y su ardiente amor las mentes y los corazones a su alrededor, y que llegó a formar una hermosa familia cristiana con muchos hijos y nietos.

El genio de la mujer

En estas figuras literarias femeninas encontramos la plasmación de lo que Juan Pablo II denominaba el “genio” y el “profetismo” de la mujer, que nace de su apertura constitutiva a la maternidad: es decir, de su vocación a recibir, engendrar, cuidar y educar la vida humana incipiente, débil y necesitada (cf. carta apostólica Mulieris dignitatem sobre la dignidad y la vocación de la mujer15-8-1988, nn. 29-30; véase también: Congregación para la doctrina de la fe, Carta sobre la colaboración del hombre y de la mujer en la Iglesia y en el mundo, 31-5-2004, III: Actualidad de los valores femeninos en la vida de la sociedad).

De modo sintético podemos considerar que la identidad y la misión específica de la mujer incluye estos valores: su capacidad e intuición peculiar para descubrir con prontitud y asombro el valor único y sagrado de cada persona; su don peculiar para acoger responsable y afectuosamente la vida humana que se le confía; su acierto para entender y vivir con gozo el verdadero orden del amor y de la belleza; su comprensión de la llamada originaria al servicio sacrificado y gratuito al prójimo; su fortaleza y madurez interior, desarrollada mediante la perseverancia en el logro del bien en medio de las dificultades y penurias; su entrega, ternura, cordialidad y sensibilidad, especialmente para acompañar y promover con cariño, paciencia y exigencia a las personas concretas en su formación espiritual y también en sus sufrimientos; su comprensión clarividente del lenguaje filial, esponsalicio y generativo del cuerpo humano en su masculinidad y feminidad, con sus diversas implicaciones adecuadas en las actitudes y en las relaciones humanas; su vivencia de la importancia del compromiso y de la fidelidad, experimentada y afirmada como exigencia profundamente acorde en el trato entre las personas; su sabia perspicacia y diligente esmero para guardar en el corazón la memoria agradecida de la historia familiar y de los dones recibidos; y, en fin, su delicado sentido religioso, con una pronta orientación a la relación -íntima y confiada (de tú a Tú), obediente y generosa- con el Dios revelado, que le permite captar en las vicisitudes y acciones de la existencia temporal la perspectiva o el horizonte trascendente de la vida eterna

¡Gracias, mujer!

El mismo Juan Pablo II concluía su Carta a las mujeres (29-6-1995), con un sentido canto de agradecimiento al don de la mujer para el mundo y para cada hombre:

“Te doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto en una experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el posterior camino de la vida. 

Te doy gracias, mujer-esposa, que unes irrevocablemente tu destino al de un hombre mediante una relación de recíproca entrega, al servicio de la comunión y de la vida. 

Te doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana, que aportas al núcleo familiar y también al conjunto de la vida social las riquezas de tu sensibilidad, intuición, generosidad y constancia. 

Te doy gracias, mujer-trabajadora, que participas en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural, artística y política, mediante la indispensable aportación que das a la elaboración de una cultura capaz de conciliar razón y sentimiento, a una concepción de la vida siempre abierta al sentido del «misterio», a la edificación de estructuras económicas y políticas más ricas de humanidad. 

Te doy gracias, mujer-consagrada, que a ejemplo de la más grande de las mujeres, la Madre de Cristo, el Verbo encarnado, te abres con docilidad y fidelidad al amor de Dios, ayudando a la Iglesia y a toda la humanidad a vivir para Dios una respuesta «esponsal», que expresa maravillosamente la comunión que Él quiere establecer con su criatura. 

Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer! Con la intuición propia de tu feminidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas”.

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