Aprender a perdonar; enseñar a perdonar

En ocasiones, en grupos pequeños e incluso hermandades o cofradías pueden darse resquemores y rencores entre hermanos o con personas ajenas que han de ser también tratados y guiados para vivir siempre, la verdadera caridad.

14 de diciembre de 2022·Tiempo de lectura: 3 minutos
perdon

Hace muchos años, jugando, le propuse a mi amigo que se incorporara al grupo un niño que estaba allí mirándonos; Me contestó que él no podía jugar con ese niño porque sus familias estaban enfadadas. Cuando le pregunté por qué estaban enfadadas su respuesta fue inolvidable: “No lo sé; pero siempre ha sido así”.

Con el tiempo he ido comprobando que esa situación se sigue reproduciendo, especialmente en pequeños grupos muy cerrados y, en ocasiones, aislados de su entorno. Ahí los roces se magnifican y las apariencias, la envidia, el rencor y el afán de poder, mueven pasiones.

Podríamos pensar si esta situación, con mayor o menor intensidad, se reconoce hoy entre los miembros de algunas Hermandades, o más bien del pequeño grupo que la vive más de cerca, en torno al 4-5%.

En ese ambiente asfixiante las jerarquías internas se convierten en un fin en sí mismas, se lucha por ellas, sin valorar las capacidades personales ni la aportación que cada uno podría hacer a la hermandad, y el liderazgo se identifica con el poder, olvidando que la máxima expresión de liderazgo es el servicio.

En estas microsociedades cerradas en que en ocasiones se convierte una hermandad, puede perderse la visión de conjunto, la capacidad de análisis, la perspectiva y la visión de futuro. Todo se reduce a la realización, en el mejor de los casos, de actividades a corto plazo, bien planteadas en ocasiones, pero que pueden resultar contraproducentes si no se enmarcan en una estrategia global. Hasta ahí se llega

Cuando una sociedad corta las raíces internas de su socialitas, de su razón de ser, su estructuración como grupo social se desnaturaliza y se desmorona. A partir de ahí se convierte en un ambiente tóxico, adictivo, en la que el egoísmo personal prima sobre el bien común.

En esa situación es fácil que las diferencias de criterio, aún en temas poco importantes, provoquen problemas que se convierten en ofensas mutuas y que originan la aparición de bandos que se consideran mutuamente irreconciliables.

La libertad del perdón

Es aquí donde debe aparece en escena el perdón, la capacidad de perdonar esas “ofensas”. El perdón es un derecho humano, desde el momento en que Cristo lo ha otorgado de manera total e irreversible a toda persona dispuesta a aceptarlo con un corazón humilde y arrepentido (cfr. Sal. 51:17), un perdón que no borra el pasado, desde luego, pero nos dispone a preparar el futuro.

No podemos quedarnos pegados al pasado, si permanecemos anclados en el dolor de la ofensa bloqueamos nuestro desarrollo como personas libres. En el perdón recupero mi libertad y reconozco también a los otros como sujetos libres, con quienes puedo compartir la Verdad y el Bien nuevamente.

Esto no es fácil, porque el perdón no es un sentimiento que surge espontáneamente, es un acto de la voluntad, un ejercicio de la libertad personal de quien se niega a estar encadenado por el resentimiento de una ofensa que, seguramente, estaba más en nuestro orgullo que en la realidad. También es un acto de humildad y fortaleza: es necesario perdonar como pecadores que somos, no como justos. Cada día repetimos: “…perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”, por eso el perdón no se concede, se comparte.

Aquí el papel de la Junta de Gobierno siempre ha de ser aprender y enseñar a perdonar, animar a los hermanos a comprometer su libertad para buscar, conocer y elegir el Bien; esa secuencia concluye necesariamente en el perdón. Se trata de ver la vida de hermandad como encuentro de vida y libertad, no de murmuraciones y banderías. Seguro que nadie está libre de haber ocasionado, por acción u omisión, situaciones que han provocado el enojo de otros, también los miembros de la Junta de Gobierno, quizá estos más que otros; pero todos tenemos remedio siempre, a pesar de las equivocaciones, porque no somos lo que sentimos o lo que hacemos, eso no nos constituye, uno no es sus errores, porque es libre, lo que le permite mantenerlos o superarlos.

Sólo así se consigue que la hermandad sea un lugar con el dinamismo propio de la vida teologal en el que la fe engendra esperanza y la esperanza posibilita y favorece el despliegue del amor, en el que se asiente el perdón. Un lugar al que siempre vuelve porque, en palabras de Chavela Vargas, «uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida». 

El autorIgnacio Valduérteles

Doctor en Administración de Empresas. Director del Instituto de Investigación Aplicada a la Pyme Hermano Mayor (2017-2020) de la Hermandad de la Soledad de San Lorenzo, en Sevilla. Ha publicado varios libros, monografías y artículos sobre las hermandades.

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