Cultura

Osip Mandelstam, poeta genial condenado por Stalin

El centenario de la revolución rusa de 1917 es una buena ocasión para leer a quienes como Osip Mandelstam lucharon contra el imperio del terror con todos los medios a su alcance: en su caso, la poesía.

Jaime Nubiola·9 de mayo de 2018·Tiempo de lectura: 4 minutos

La primera vez que oí hablar de Osip Mandelstam fue a un conocido político español que lo había leído en sus años en la cárcel. Son muchas las obras literarias que han nacido en cautiverio: basta pensar en Cervantes en Argel, Solzhenitsyn en el Gulag siberiano o en tantos otros como san Juan de la Cruz o Nelson Mandela.

El gran poeta Osip Mandelstam, nacido en Varsovia en 1891 en una familia judeo-polaca y educado en San Petersburgo, París y Heidelberg, sería arrestado en mayo de 1934 y condenado al destierro por escribir un breve Epigrama contra Stalin de solo dieciséis versos. Al parecer, en ruso es un poema hermosísimo y en él Mandelstam menciona los gruesos dedos de Stalin, grasientos como gusanos, y sus bigotes de cucaracha. “Su ejemplo me conmueve y me hace reflexionar sobre la verdad y el valor de la palabra en una sociedad donde imperan los charlatanes y la información se ha convertido en un espectáculo. Yo tampoco estoy libre de ese mal”, escribía el periodista Pedro G. Cuartango hace unos pocos meses. Su esposa Nadiezhda recordaba lo que decía Mandelstam de Rusia: “Este es el único país que respeta la poesía: matan por ella. En ningún otro lugar ocurre eso”.

Osip Mandelstam murió en un campo de tránsito cerca de Vladivostok en mayo de 1938. Debemos a su esposa Nadiezhda la conservación de muchos de sus textos y el estremecedor libro Contra toda esperanza, en el que cuenta las trágicas experiencias que vivió con su marido durante los años del terror. Solo quiero traer a colación aquí dos pasajes de ese libro.

El primero –referido a 1934– es este: “Diecisiete años de concienzuda educación [comunista] no habían servido para nada. La gente que reunía dinero para nosotros y aquellos que lo daban infringían todo el código establecido en el país de relaciones con los represaliados por el poder. En los períodos de violencia y terror la gente se esconde en su cascarón y oculta sus sentimientos, pero esos sentimientos son indestructibles y no hay educación que acabe con ellos. Incluso si consiguen desarraigarlos en una generación –y en nuestro país eso se ha conseguido en gran medida–, vuelven a resurgir en la siguiente. Nos hemos convencido de ello más de una vez. La noción del bien es, probablemente, inherente al ser humano y los infractores de las leyes humanitarias deberán, tarde o temprano, darse cuenta de ello por sí mismos o por sus hijos” (p. 55). Han pasado ochenta años y ha caído el imperio soviético: el comunismo no ha logrado eliminar el alma humana y su natural anhelo de bondad y solidaridad, aunque haya machacado penosamente muchos espíritus.

El segundo texto de Nadiezhda –que expresa bien la función del poeta– dice así: “A principios del Segundo cuaderno, Mandelstam escribió su poema La sirena. ‘¿Por qué La sirena?’, le pregunté. ‘Tal vez sea yo’, me respondió. ¿Cómo podía ese hombre perseguido, viviendo en total aislamiento, en el vacío y la oscuridad sentirse ‘la sirena de las ciudades soviéticas’? Desde su total inexistencia, Mandelstam hacía saber que él era la voz que se expande por las ciudades soviéticas. Sentía, probablemente, que la razón estaba de su parte; sin ese sentimiento no se puede ser poeta. La lucha por la dignidad social del poeta, por su derecho a la voz y a su postura en la vida es, quizá, la tendencia fundamental que determinó su vida y su obra” (p. 249). Muchas mañanas, si tengo la ventana ligeramente abierta, oigo la sirena de una fábrica lejana que anuncia a la una la pausa del mediodía o el cambio de turno. Siempre pienso en Osip Mandelstam y en la función del poeta –¡o del filósofo!– en nuestra sociedad consumista: “La poesía” –escribió Mandelstam– “es el arado que desentierra el tiempo, poniendo al descubierto sus estratos más profundos, su tierra negra”.

La gran poeta rusa Anna Ajmátova (1889-1966), amiga de Osip y Nadia, escribe en el prólogo a los Cuadernos de Voronehz (1935-37): “Mandelstam no tiene maestro. Sobre eso vale la pena pensar. No conozco en la poesía universal un hecho semejante”. En aquellos cuadernos –escritos en el destierro en la frontera entre Ucrania y Rusia– va Mandelstam destilando sus poemas a partir de su penosa experiencia diaria. Se trata de una “poesía antibélica, defensa del arte frente al poder, de la dignidad del hombre y del valor de la vida frente a la opresión y el terror. En ese sentido, es una obra trágica, pero no nihilista, pues deja un poso de grandeza y de esperanza”, ha escrito el también poeta Luis Ramoneda.

La poesía de Mandelstam no es de fácil lectura, pero como muestra de su obra he seleccionado un poema del segundo cuaderno fechado el 15-16 de enero de 1937. Su título inicial era La mendiga y se refería a su mujer, que le acompañaba en el destierro en el que se encuentran en una situación de miseria absoluta, pero puede referirse también a la propia poesía:

Todavía no estás muerto. Todavía no estás solo.
Con tu amiga la mendiga
gozas de la grandeza de las llanuras,
de la niebla, del frío y de la nevada.
Vive tranquilo y consolado
en la pobreza opulenta, en la miseria poderosa.
Son benditos los días y las noches
y es inocente la fatiga dulce y sonora.

Infeliz aquel que, como su sombra,
teme el ladrido y maldice al viento.
Y miserable aquel que, medio muerto,
pide limosna a su propia sombra.

Al cumplirse el centenario de la revolución rusa vale la pena recordar a Osip Mandelstam, un poeta de frontera, que murió en Siberia a los 47 años, víctima de la enfermedad y las privaciones. Sus poesías –en expresión de su traductor al español Jesús García Gabaldón– constituyen “una de las más poderosas y complejas creaciones del Espíritu del siglo XX”.

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