Cultura

Fiódor Dostoievski (1821-1881): En busca de Dios y la belleza

Al cumplirse los 150 años de la redacción de El idiota de Dostoievski descubrimos su actualidad. Su lectura deja en el alma la convicción de que una de las razones de la grandeza de este pensador ruso es su permanente búsqueda de Dios y de la belleza, que a fin de cuentas para el gran literato vienen a ser lo mismo.

Jaime Nubiola·1 de noviembre de 2017·Tiempo de lectura: 4 minutos

En la novela El idiota (parte III, cap. 5) que Dostoievski escribe entre 1867 y 1869 –errante por Europa con su segunda esposa para huir de sus acreedores– se pregunta por labios del ateo Ippolit si es la belleza la que salvará al mundo. Leemos: “‘¿Es cierto, príncipe, que usted dijo en cierta ocasión que el mundo será salvado por la ‘belleza’ ¡Señores –vociferó dirigiéndose a todos–, el príncipe asegura que la belleza salvará al mundo! Y yo por mi parte aseguro que si se le ocurren esas ideas peregrinas es porque está enamorado. […] ¿Qué belleza salvará al mundo?’ El príncipe –que es un ejemplo de mansedumbre– fijó en él los ojos y no respondió”.

Por su parte, Zósima, el sabio sacerdote de Los hermanos Karamazov, al relatar que en su juventud recorrió Rusia con otro monje, pidiendo limosna para su monasterio, recuerda cómo a sus ojos se manifestaba Dios en la belleza: “Aquel joven y yo éramos los únicos que no dormíamos, hablando de la belleza del mundo y su misterio. Cada hierba, cada escarabajo, una hormiga, una abeja dorada, todos interpretaban su papel de manera admirable, por instinto, y atestiguaban el misterio divino, pues lo cumplían continuamente”. Zósima y el joven hablan de la huella de Dios en sus criaturas. La escena concluye: “¡Qué buenas y maravillosas son todas las obras de Dios!”.

En el espíritu complejo y apasionado de Fiódor Dostoievski luchan y se enfrentan la fe y la incredulidad; cada uno de estos dos polos tendrá eco en la personalidad de sus creaciones literarias, especialmente en Los hermanos Karamazov, que constituye una síntesis de la perplejidad y el conflicto interior de Dostoievski y que es muy probablemente la cima de su madurez y de su labor creadora. “La cuestión más importante que examinaré en todos los capítulos de este libro es precisamente lo que, consciente o inconscientemente, me ha hecho sufrir toda mi vida: la existencia de Dios” (A. Gide, Dostoievski a través de su correspondencia, 1908, p. 122).

Este asombroso escritor, el gran novelista de la Rusia de los zares, que atravesó conflictos políticos, revoluciones violentas, cárceles inhóspitas, con una existencia cercada por limitaciones materiales, puede, no obstante, entender la paz que habita en las páginas de un texto.

García Lorca lo recordaba así en 1931: “Cuando el insigne escritor ruso Fiódor Dostoievski […] estaba prisionero en Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita, y pedía socorro en carta a su lejana familia, solo decía: ‘¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!’. Tenía frío y no pedía fuego, tenía una terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón”.

En su vida de lucha apasionada y de búsqueda prolongada en el tiempo, trata de expresar una de las cuestiones más lacerantes de su existencia: si Dios existe, cómo hacer para probarlo. “Dostoievski intentará en vano” –escribe André Gide– “revelar al mundo un Cristo ruso, que el mundo desconoce”, el Cristo que lo acompaña desde su niñez y el Cristo que tiene retratado en su alma.

Las obras de Dostoievski están repletas de vida. Como indica también Gide, Dostoievski es “duro y tesonero en el trabajo, se afana en las correcciones, desmocha sus escritos y tenazmente los reconstruye, página tras página, hasta infundir en todas ellas, la intensidad de su alma”. Dostoievski ha retratado vidas marginales y abyectas, se ha metido en los laberintos más complejos de la condición humana y desde allí nos ha devuelto una mirada de compasión.

El creador de personajes marginales nunca condena a sus personajes, nunca los juzga, sino que los entiende en toda su magnitud y en su miseria, intentando otorgar un sentido al sufrimiento para dar un sentido a la vida misma. “Dostoievski escribió: Solo temo una cosa, no ser digno de mi sufrimiento”, recordaba Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido (p. 96).

El silencio de Dios, la inquietud por encontrarlo, ese punto en el que el espíritu se deshace en un pleito interno permanente, como aquel grito de Kinlov en Los hermanos Karamazov: “Toda la vida me ha atormentado Dios”, que no es sino el grito del propio Dostoievski, a quien se le escapa de lo profundo de su ser. Pero así como el silencio de Dios no se opone a su Palabra, tampoco la ausencia se opone a su Presencia. Como exclama Dimitri Karamazov: “Es terrible que la belleza no solo sea algo espantoso, sino, además, un misterio. Aquí lucha el diablo contra Dios, y el campo de batalla es el corazón del hombre”.

En el tiempo presente de luces y de sombras, la lectura de Dostoievski lleva a comprender mejor las angustias que tantas veces se ciernen sobre los corazones de muchos seres humanos y quizás a concluir que es la Belleza la que salvará al mundo. En palabras del cardenal Ratzinger en Rímini (2002): “Es bien conocida la famosa pregunta de Dostoievski: ‘¿Nos salvará la Belleza?’. Pero en la mayoría de los casos se olvida que Dostoievski se refiere aquí a la belleza redentora de Cristo. Debemos aprender a verlo. Si no lo conocemos simplemente de palabra, sino que nos traspasa el dardo de su belleza paradójica, entonces empezamos a conocerlo de verdad, y no solo de oídas. Entonces habremos encontrado la belleza de la Verdad, de la Verdad redentora. Nada puede acercarnos más a la Belleza, que es Cristo mismo, que el mundo de belleza que la fe ha creado y la luz que resplandece en el rostro de los santos, mediante la cual se vuelve visible su propia luz”.

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