Reverendo SOS

Obras en los templos

Sin una preparación específica, los sacerdotes han de enfrentarse con las ímprobas necesidades del mantenimiento de los templos y de los locales parroquiales.

Manuel Blanco·4 de julio de 2018·Tiempo de lectura: 3 minutos

Existe un “título” eclesiástico denominado “administrador”, cuyo amplio significado cobra cierto matiz de sorna, y a la vez de preocupación, cuando lo referimos a los inmuebles con los que lidiar. El tema de las obras ha provocado en los párrocos muchas canas, alopecias y necrosis neuronales. Conste que algunos se entusiasman cual “Rambo” acorralado: con las licencias y permisos de edificación; escribiendo a las administraciones públicas; con cuestaciones vecinales; catalogando bienes; inventariando; pidiendo créditos; tomando “Almax”…

El Señor le encargó a san Francisco: “Repara mi Iglesia”. Cuando lo referimos, literalmente, a los edificios, la adrenalina comienza a trabajar. A veces paraliza y a veces activa el ingenio. Gruñía (rosmaba, se dice en mi tierra) a sus feligreses algún cura mayor: “¡Claro, para las fiestas, no les importa pagar 100 euros cada uno, pero para arreglar la iglesia, nada de nada! ¡Los billetes no vienen a Misa!”. Porque la fe no queda excluida de las obras eclesiales. ¡En cuántas ocasiones la Iglesia ha tenido que lanzarse, con gran carencia de recursos, a construir, arreglar, promover, etc., etc.! “Si está de Dios, saldrá”, afirman los mayores con absoluta convicción.

Pero ser un cura “edificante” da vértigo. Sin olvidar lo más importante, el motivo principal de cualquier tarea: el cuidado pastoral de las almas, las verdaderas piedras vivas. Valorar si las piezas de aluminio darán resultado. Presupuestar con varios albañiles. Apurar al carpintero, porque su carga de trabajo ha retrasado la ejecución de la restauración prevista. El electricista, que ha presentado un nuevo proyecto, más caro, desde luego, pero con un sistema mucho más moderno. La dichosa pintura al silicato… Decidirse cuesta. “En el mundo feudal todo era más sencillo”, declaró al funcionario el sacerdote, después de recabar una docena de permisos eclesiásticos, municipales, de patrimonio, de asociaciones, etc.

Los sacerdotes saben que han de ir por el “conducto reglamentario” en sus reformas y construcciones. Son buenos pagadores, pero las ocupaciones les saturan. “En 20 años crío yo las malvas, señor Ecónomo”. Así se quejaba un párroco en las oficinas de la Curia, a propósito de la duración del crédito que le proponían. Porque las fricciones también se producen dentro de casa a la hora de negociar. ¡Y bendito el sacerdote que encuentra una persona en la parroquia con la capacidad y tiempo para ayudarle con las obras! Dos tipos de seres humanos dificultan el buen término de las obras. Les encomendamos: por un lado, la figura del “denunciante”; por enfado, desacuerdo, ofensa o deseo de figurar, pone trabas una y otra vez. Y, por otra parte, el “tacañón”; cítese el caso extremo de quien, viendo la Santa Misa por televisión, cambia de canal en el momento de la colecta.

Existen motivos de seria preocupación en distintos lugares del mundo acerca del futuro de los bienes eclesiásticos: ¿será posible sostener el patrimonio de las parroquias, especialmente las más humildes en población o recursos? Los católicos mantenemos un idilio muy especial con la Providencia. Las malas lenguas lo razonan del siguiente modo: “Es evidente que Dios asiste a su Iglesia ya que, a pesar del humano empeño en tumbarla, todavía se mantiene en pie...”. Ningún hombre o mujer de fe permanece atado a una construcción material. Pero siente deseos de cuidar el legado recibido.

Parece razonable desprenderse de algunos “lastres” como fincas e inmuebles improductivos. Generan gastos de mantenimiento, como las limpiezas de maleza, y peligros, como los riesgos de incendio o derrumbe. Crece el deseo, incluso, de recuperar el genuino espíritu evangélico de austeridad y pobreza en los creyentes. Pero cabe también el “micro-mecenazgo”, esos pequeños créditos y ayudas para conservar la rica herencia de fe que nos confiaron nuestros antepasados. Dicen que unas lonchas de fiambre y un poco de pan construyen un bocadillo para matar el hambre; pero en el día a día, buscamos alimentarnos mejor. Del mismo modo, Dios no necesita estructuras para escuchar a sus hijos, pero sabe que nuestra dignidad crece a medida que sacamos adelante obras bien hechas con las que edificar el hogar de su Iglesia.

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