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La bala de Baltasar

El autor nos relata la historia de un hombre que, gracias a los Magos de Oriente, decide -al borde de la muerte- encauzar de nuevo su vida.

Juan Ignacio Izquierdo Hübner·5 de enero de 2022·Tiempo de lectura: 3 minutos

Dejé de cortarme el pelo cuando Andrea me expulsó de casa. Dos años después, con el frío de Pamplona en navidades, viviendo en uno de esos coches pequeños en los que debes elegir si tocar el techo con la cabeza o el volante con las rodillas, no tenía ya fuerzas para frenar la pornografía y el alcohol, dos debilidades en las que, ¡lo sé!, mi alma se derrama como el agua de una cantimplora en el desierto; dos vicios que infectaron el amor que debía a mi mujer y a mis hijos… Pero decidí darme un regalo de Reyes, algo que me ayudara a relanzar mi vida hacia otra difícilmente peor, esto es, un buen revólver. Una Colt Cobra de 150 gramos, con tambor para 6 cartuchos; un artefacto comprensivo de mi situación.

Decidí estrenarlo en vísperas de la fiesta. Ese día desayuné en una cafetería de pueblo, donde no me dio vergüenza afeitarme y cargar el móvil; aparqué luego en una colina con vistas a un verde valle de Navarra para pasar la mañana vagando por internet; al mediodía me comí dos bocatas de jamón, luego puse un cartucho en el revólver y lo guardé en el bolsillo para tenerlo a mano cuando llegara la hora. Tanteé en la guantera buscando la botella, pero encontré un libro. Era un antiguo regalo de Andrea que nunca abrí… “¿sería vano intentar leerlo ahora y distraerme un poco del horror de la tarde?”, lo intenté, sin embargo, como suele pasar con las lecturas que se comienzan temerariamente después de comer, me fui quedando dormido… 

Estaba sentado en un desierto oscuro, bajo un firmamento con miles de ojos amargos, la arena se colaba en los calcetines, en los bolsillos del pantalón y me acordé, “¡el revólver!”. No estaba. A cambio, tenía una bala, que apreté en el puño con ardor. El viento me levantó, mi doble jersey se hizo insuficiente y empecé a temblar. Me crucé de brazos y caminé en círculos. 

No podría decir cuánto tiempo pasó hasta que escuché un gruñido similar al de Chewbacca. El sonido se acercaba, una silueta, luego otra; encendieron una lámpara y distinguí a tres jinetes de camellos cabalgando tranquilamente hacia mí. 

— Soy Baltasar—dijo el tercero cuando llegaron. —Te ofrezco un trueque por la bala que tienes en la mano.  

Permanecí indiferente.

— Entiendo —comentó él, bajándose del camello ceremoniosamente.

Era un africano alto y fornido, pero su túnica granate y el turbante dejaban espacio para una cara bondadosa, por eso me sorprendió cuando tomó carrerilla y, ¡paf!, me dio una patada en el trasero tan espléndida que me botó al suelo. Me levanté extrañadísimo por estar sintiendo un dolor físico en aquella zona, aun cuando no tenía siquiera una cama de la que poder caerme en la vida real. Baltasar tomó carrerilla otra vez, pero entonces lo esquivé; aunque en balde, pues con un giro rápido me pateó con la otra pierna y me derribó haciéndome tragar ahora un poco de arena. Entonces saltó para plancharme con su cuerpo, objetivo que consiguió más que satisfactoriamente, me quitó la bala y me dejó a cambio una Colt Cobra.

— No lo hago por mí —dijo, subiéndose otra vez a su camello—, es por el Niño. Le importas —añadió con una sonrisita, a la vez que se ponían en marcha. Avanzaron pocos metros y apagaron la lámpara. Les bastaba la luz de una estrella más grande que los guiaba desde el horizonte. 

Volví a sentir frío, pasó el tiempo, entendí que iba a morir, pero entonces desperté. Era casi medianoche; pensé en encender la calefacción, pero desistí, no tenía sentido. El pelo me cubría la cara y el revólver se me había caído del bolsillo; lo recogí con temor a la reflexión, apunté a la sien y disparé. “Clic”. Disparé otra vez, mucho más alterado, y así hasta 5 veces. Antes de intentarlo por sexta vez, vacilé. “Esta bala es de Baltasar”, me dije sorprendido. 

De pronto fui consciente del hogar en que había caído: un coche lleno de polvo, restos de jamón en el asiento, papeles y latas por doquier… “Yo aquí comiendo las algarrobas de los cerdos, mientras que…”; guardé el revólver en la guantera y me fijé que el 6 de enero había llegado. “¿Por qué no me enfrento?, ¡cobarde!”, me pregunté entre lágrimas. La noche se convirtió en un largo debate: “¿Cómo reunir fuerzas para recuperar mi vida?”; empezaba a clarear cuando resolví un plan: agradecer a Baltasar, cortarme el pelo y, lo más importante, pedir perdón y ayuda a mi mujer. Y cuando salió el sol detrás de las colinas que cierran el valle, sonriendo, encendí el motor.

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