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Un cuento para celebrar al Cura de Ars

Como todos los meses, ofrecemos un relato de ficción con ocasión de la festividad de algún santo, en este caso el Cura de Ars, 4 de agosto.

Juan Ignacio Izquierdo Hübner·4 de agosto de 2022·Tiempo de lectura: 8 minutos

Foto del Paseo de La Concha, San Sebastián. ©Lucian Alexe

Hay cosas que no pueden esperar 

Gabriel llevaba un buen rato recostado sobre la arena fina y dorada de la playa de la Concha, en San Sebastián, cuando por fin vio llegar a su amigo. Venía con bañador, una camisa holgada, bear size, si se puede decir así, y traía una mochila al hombro. El sol se había puesto, los faroles del paseo se estaban encendiendo y las tranquilas olas del mar circulaban en la bahía como si las estuviera dibujando un compás. Después de pasar 12 años sobreviviendo juntos en el colegio, la separación que les impuso el primer año de Universidad le parecía una década.

—¡Hombre, Iñaki!, ¡qué alegría verte! Estás más fuerte, ¡eh! Veo que has estado dándole al gimnasio —gritó Gabriel, a la vez que guardaba las gafas en la funda, las dejaba cuidadosamente en la arena y se incorporaba para preparar el ataque contra su amigo, para cuando terminara de bajar la rampa de los relojes. 

Gabriel saltó sobre su cuello y lo atenazó como un cangrejo para arrastrarlo al suelo. Una idea graciosa, casi tierna, teniendo en cuenta que Gabriel estaba delgado como un espárrago, mientras que Iñaki parecía un gladiador esculpido en bronce. Así que en lugar de doblarle la espalda, él quedó colgando ahí como un gato abrazado a un farol del paseo.

—Jaja, Gabriel, no me haces ni cosquillas. Suéltate mejor, si no quieres que te catapulte al mar —argumentó Iñaki entre risas, lo convenció con eso y en cuando se liberó de él, contraatacó con un abrazo que lo hizo crujir— ¿Cómo estás, cabezón? ¿Has leído mucho en tu doble carrera de Filosofía y Derecho? ¿Quién te manda a estudiar tanto? Deberías haberte venido a estudiar conmigo Mecánica en Madrid, ahí sí que nos la sabemos montar; ¡jo!, si te contara… 

Se sentaron y continuaron la conversación que habían suspendido al acabar el verano anterior. Pasaron las horas, se pusieron al día con anécdotas y recuerdos, se bañaron en el mar (Gabriel había olvidado la toalla, pero Iñaki, que conocía bien las distracciones de su amigo, había traído dos en la mochila), y cuando volvieron a tenderse en la arena, en torno a la medianoche, la conversación había escalado hacia las zonas más altas de la amistad. De pronto, el pasado se había incorporado al presente: risas y puños, sueños compartidos y baldes de realidad, aventuras y castigos; toda esa confianza acumulada les regalaba un clima grato y seguro que los animaba a abrir el corazón. Sin darse cuenta, Gabriel e Iñaki estaban absortos en esa conversación confidencial que suena como el susurro de un arroyo, aunque de uno con rápidos y cascadas.

—¡Espera, espera un poco! Déjame ver si te entiendo, vamos a recapitular —apuntó Gabriel, levantando las manos y empujando el aire con ellas, como si quisiera contener el alud de palabras que salían de la boca de su amigo—. Conociste a Sofía en el Museo del Prado. Cuando entraste ahí por equivocación, por supuesto. 

—También me interesaba el arte…

—Ya. Quedaron para salir unas cuantas veces, te enamoraste como un tonto y por algún motivo milagroso, ella accedió a ser tu novia. ¿Ella es de Pamplona, has dicho? 

—Sí, ahora está ahí con su familia, pero ojo…

—¡Espérame, te digo! En 6 meses habías conseguido a la mejor novia de España, afortunado de mierda, y dos semanas después vas a una discoteca, te pasas de copas y terminas liado con otra chica que no conocías de nada. Sofía, por supuesto, se enteró: le llegaron fotos, y te dejó de responder los mensajes. ¿Qué otra cosa podía hacer? Tú le escribiste todos los días durante un mes y acabaste tirando la toalla. ¿No?, ¿más o menos?

—Sí… más o menos fue así. Me entenderás mejor cuando encuentres novia tú también: leyendo y leyendo no se conocen a las chicas. En cuanto a lo mío, qué quieres que te diga… soy el tipo más imbécil que he conocido. Daría mi mano izquierda, ya no te digo para recuperar a Sofía, que eso no me lo merezco, pero al menos me gustaría poder pedirle perdón en persona, ¿sabes? Y será imposible, porque mañana ella se va a unos trabajos sociales en Tanzania, después sigue a no sé dónde; tendría que buscarla en septiembre, si eso. Y no sé si tendré fuerzas como para seguir viviendo hasta entonces… 

Era evidente que eso último se le había escapado, su rostro se había ensombrecido y la angustia había tomado el mando de sus ojos desorbitados. El ambiente parecía indiferente a esas señales: el aire estaba sereno, la isla Santa Clara los saludaba con sus farolas cálidas, no hacía calor y un hombre gordo pasó caminando delante de ellos, muy cómodo con su bañador, pero mostrando una barriga tan ostentosa que distrajo a los dos amigos, trayéndoles el recuerdo del flan de vainilla que les solían servir los lunes en el colegio. Gracias a esa pausa algo insólita, Gabriel dejó entrar el aire que su corazón necesitaba para pensar. Así, en lugar de cometer el crimen de pasar a los consejos y dar la chapa, tuvo la prudencia de cavar un poco más, disimulando que no había oído el último comentario, o que le había parecido solo una figura literaria que bebía del Romanticismo.

—¿Por qué te pasaste de copas en la discoteca?

Iñaki se sorprendió y miró a su amigo con cierto pasmo admirativo. Las causas no se las había contado a nadie, ni siquiera a sí mismo. 

—Estaba huyendo.

—¿De quién?

—¿De quién va a ser? De mí. 

—¿Por qué?

—Pues, hombre, ¿qué te voy a decir?… por miedo. 

Gabriel volvió la mirada al cielo. Sabía que no podía preguntar más, no tenía derecho. La conciencia de su amigo era un terreno sagrado, y frente a ella debía quitarse las sandalias. En esos casos era mejor hacer como que miraba las estrellas y esperar.

—¡Vale!, te cuento. Eres bueno para sonsacarle cosas a la gente, ¿te das cuenta? No es nada del otro mundo, no te creas que soy muy original… Cuando salimos del colegio empezó el declive. En la Escuela me iba bien, sabes que la mecánica es lo mío. Los problemas me caían por la noche, cuando me quedaba a solas con el móvil en la habitación del piso.

Iñaki se interrumpió para respirar hondo y con cierta avidez. Quería hablar, pero le estaba costando ordenar las ideas. Levantó un puñado de arena y lo empezó a soltar sobre la palma de su otra mano en un hilillo. Mientras repetía el movimiento, volvió a su relato.

—Perdí bastante pasta con apuestas online. Sí, es una vergüenza. No me juzgues, ¿eh? Lamentable. Intentaba recuperar y perdía más… no quiero entrar en detalles, pero han sido meses horribles. Si no fuera por mi padre, que me zarandeó de lo lindo cuando descubrió que estaba malviviendo en Madrid, ahora mismo estaría dominado por esa adicción. Es una mierda. Te reirás de mí, pero todavía me llegan coletazos de esa guerra y me entran las vergüenzas, ¡unos bajones del ánimo que tumbarían a un camello!

—Vaya, se ve que te afectó.

—Además, dejé de ir a Misa, primero por pereza, supongo, pero después se me fueron acumulando otros pecados y la idea de confesarme se me hacía cada vez más pesada. Cuando conocí a Sofía y empezamos a salir, ella me invitaba a la Misa del domingo y me entraban unas ganas locas de ir solo para estar con ella, mirar de reojo su pelo rubio, su frente noble, sus bracitos brillantes, pero el orgullo me podía, ¡no tenía valor para enfrentarme a mi conciencia! Le decía que necesitaba estudiar. Ahora que lo pienso, era una excusa malísima, ¿estudiar?, ¿yo?, ¿un domingo?

—Bien malo el pretexto, en eso tienes razón —intentó bromear Gabriel, pero Iñaki no le hizo caso.

—¿Te ha pasado que sabes lo que tienes que hacer, pero no logras reunir fuerzas para hacerlo? ¿Sí? Pues eso, me ha costado levantar cabeza —dijo suspirando y dejó la arena para llevarse una mano al mentón—. Es curioso, esto no se lo había dicho a nadie… Y mientras te lo voy contando, mi actitud me va pareciendo ridícula, casi infantil.

—Te sigo. 

—Conocí mis límites, ¿me entiendes? Si te soy sincero, ya no estoy tan seguro de que la vida valga la pena.

—¡No nos pongamos dramáticos! —lo interrumpió Gabriel con un arrebato—. Yo conozco a un sacerdote. Vamos a verlo ahora y te confiesas. Recomienzas y punto, ¡así de sencillo!

—Jaja, hombre, ¿qué dices? Son casi las 1:00 de la mañana. No vamos a despertar a un pobre cura a estas horas. 

—Hay cosas que no pueden esperar. Me lo dijo él mismo hace un tiempo. Además, mañana tendrás que viajar a Pamplona para pedir perdón a Sofía en persona antes de que se vaya a Tanzania. ¡Vamos!, ¡sígueme! —dijo Gabriel con vehemencia mientras saltaba para ponerse en pie. Se puso la camisa y se calzó las alpargatas; se movió con tanto aplomo, que Iñaki lo imitó mecánicamente, pensando quizá que había llegado la hora de volver a casa. 

Caminaron una media hora colina arriba, discutiendo fuerte, con la esperanza de que las ventanas de las casas fueran lo suficientemente gruesas como para que los vecinos no se despertaran.

—¡Que no me confieso! —gritaba Iñaki, cada vez con menos convicción. —Te dejo ahí en el Colegio Mayor y me voy.

—¡Haz lo que quieras, joder! —respondía Gabriel, sin darle tregua y acelerando el paso. —Al menos deja que me confiese yo —añadió en un momento de inspiración.

Llegaron al Colegio Mayor donde vivía el sacerdote. Portón cerrado, luces apagadas, ni un alma por la calle. Tocaron el timbre. Iñaki estaba nervioso y quería irse; refunfuñaba, ya había decidido dejar la confesión para otro día. Gabriel tocó otra vez. De pronto, salió un señor en bata y con cara de zombi anestesiado, que escuchó la explicación con la misma extrañeza que manifestaría si estuviera recibiendo a unos embajadores de Marte. 

—¿Un sacerdote?, ¿ahora? —bufó—. Vale, entren —concluyó sin esperar respuesta. Les abrió el portón, los dejó en la sala de visitas y se fue escaleras arriba para despertar al cura.

El sacerdote era un hombre joven, simpático y atlético, que se levantó al instante, se abrochó esos botones infinitos de la sotana, se lavó la cara y bajó al recibidor. Al reconocer a Gabriel y ver junto a él a su amigo, intuyó de qué iba la cosa y sonrió. 

—Perdón por la hora, ejem… ¿me puede confesar? —preguntó Gabriel, quien de pronto se había puesto muy tímido.

—Con mucho gusto, Gabriel —El joven sacerdote sacó una estola morada del bolsillo como un mago saca los conejos del sombrero, y se dirigieron al confesionario que está en la entrada de la capilla. 

Cinco minutos después, Gabriel salió riéndose. Iñaki, sin levantar la mirada para evitar el riesgo de cruzarse con la de su amigo, entró al confesionario también. Diez minutos más tarde, el sacerdote volvió a su habitación para seguir durmiendo con los angelitos, e Iñaki entró al oratorio para rezar las avemarías que le habían impuesto de penitencia. 

Al volver al vestíbulo, Iñaki se secó con el puño de la camisa un resto de lágrima que le había quedado debajo del ojo y miró a Gabriel, que lo esperaba de pie intentando disimular su expectación. 

—¿Vamos a celebrar, no? —preguntó Iñaki, como si fuera la idea más normal del mundo.

Gabriel sonrió de alivio. Encontraron una banca con buenas vistas a la bahía y se tomaron unas latas de Coca-Cola que Iñaki tenía guardadas en la mochila. 

A la mañana siguiente, Iñaki se despidió muy cariñosamente de sus padres (hacía años que no los abrazaba con tantas ganas) y partió montado en su motocicleta, con el corazón chisporroteando de amor oxigenado y limpio, rumbo a Pamplona. ¡Vamos, Sofía!, ¡si Dios me perdonó, tú tendrás también que ser misericordiosa conmigo!, gritó en la carretera. Iba rápido, se sentía volando entre las nubes, nunca había tenido tantas ganas de vivir como entonces. ¡Tanto que descubrir!, ¡tanto tiempo perdido!, ¡vamos adelante, a conquistar el mundo! Pero en el carril de la derecha avanzaba un camión enorme y su ruta era zigzagueante… Iñaki aceleró para alejarse, el camión hizo lo mismo, llegaron a una curva cerrada, el asfalto estaba mojado por una lluvia reciente, el camión dio un golpecito a la rueda trasera de la moto y ¡pum!, el accidente fue terrible. 

El funeral fue en la iglesia de Nuestra Señora del Coro. Gabriel estuvo en la cuarta fila, acompañado por sus padres; ahí aguantó hasta el final, conteniendo el llanto, preguntándose por qué, luchando contra un tipo de dolor nuevo y volcánico que lo quemaba por dentro. 

A la salida, una chica rubia y de frente noble, que llevaba un vestido negro que dejaba ver dos bracitos brillantes, se presentó como Sofía. Como había viajado sola, los padres de Gabriel la invitaron a que los acompañara al entierro en su coche. Hicieron el trayecto en silencio. Cuando terminó la segunda ceremonia, Gabriel esperó a que la gente se fuera y pidió quedarse unos minutos con la tumba de Iñaki. Sus padres y Sofía lo acompañaron guardando unos metros de distancia.

—Esto no debió haberte pasado, Iñaki. No a ti —La voz se le cortó. Decidió que dejaría la conversación para el día siguiente, de momento tendría que limitarse a lo esencial—. Supongo que quieres que le diga a Sofía —ella se sintió aludida y se acercó cautelosamente, con dignidad, para ponerse a su lado—, de tu parte, que viajabas a Pamplona, como un hombre, para pedirle perdón. 

Sofía palideció y abrió mucho los ojos. Gabriel la abrazó y le repitió esas palabras. Ella asintió con la cabeza, sus mejillas se habían ruborizado, y se dejó refugiar por su hombro. Luego volvió al sitio donde estaban los padres y les pidió un pañuelo. 

Gabriel se quedó unos minutos más allí, mirando la lápida, como si estuviera conversando mentalmente con su amigo. Al final esbozó media sonrisa. 

—¿Vamos? —dijo, volviéndose a sus padres y a Sofía—, los invito a que nos tomemos una Coca-Cola. 

El autorJuan Ignacio Izquierdo Hübner

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