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Carismas y nuevas comunidades

El acompañamiento pastoral y la responsabilidad de la jerarquía en relación con nuevos movimientos y asociaciones han de procurar evitar ciertos riesgos, como los que han puesto de manifiesto algunas situaciones de escándalo en los tiempos recientes.

Denis Biju-Duval·1 de octubre de 2022·Tiempo de lectura: 3 minutos
Carismas

En el Nuevo Testamento, sobre todo en San Pablo, los carismas se perciben como dones particulares que, a partir del bautismo, permiten a los diferentes miembrosde la Iglesia encontrar su lugar y su papel específico y complementario, para el bien y el crecimiento de todo el Cuerpo. Esa noción, ¿puede extenderse a realidades que no son sólo personales, sino comunitarias, como los nuevos movimientos y comunidades? La terminología paulina alude tanto a realidades esenciales o estructurales para la Iglesia, como a dones de carácter más circunstancial, que el Espíritu Santo le concede en un momento determinado para afrontar los retos particulares de la época. El Concilio Vaticano II reservó la noción de carisma para los dones de carácter circunstancial (cfr. Lumen Gentium, n. 12), y los distinguió de los “sacramentos y ministerios” y de los “dones jerárquicos”, a la vez que señaló como sus destinatarios a “los fieles de todos los órdenes”.

La noción de carisma en sentido comunitario se aplicó pronto al ámbito de la vida consagrada. El Señor no ha dejado de suscitar formas de vida consagrada que respondieran a las necesidades concretas de su tiempo, en muchos casos al margen de la programación pastoral jerárquica, manifestando la libre iniciativa del Espíritu Santo. Por otra parte, en el siglo XX han surgido también diversas formas de movimientos y comunidades aptas para potenciar la llamada a la santidad y a la evangelización entre los bautizados. El Concilio Vaticano II las abordó desde el punto de vista de la vida bautismal: los fieles pueden actuar por iniciativa propia de muchos modos, sin esperar a que la jerarquía los autorice o asuma. Se podría hablar incluso de un derecho del mismo Espíritu Santo a suscitar en la Iglesia formas originales de santidad, fecundidad y apostolado (vid. Carta Iuvenescit Ecclesia, Congregación para la Doctrina de la Fe, 2016). 

Cuando nace una nueva comunidad o un nuevo movimiento, ¿qué responsabilidad puede ejercer la jerarquía eclesiástica? Las iniciativas del Espíritu Santo no son siempre evidentes: hay una distancia entre lo que ocurre visiblemente y el origen que se le debe atribuir. Puede tratarse de una iniciativa del Espíritu Santo, o de un fruto más o menos feliz del simple genio humano, o incluso de una influencia del Maligno. El discernimiento es necesario, y los pastores están llamados a “juzgar la autenticidad de estos dones y su uso adecuado” (LG n. 12); identificarlos, apoyarlos, ayudarles a integrarse en la comunión de la Iglesia y, en su caso, corregir desequilibrios.

El acompañamiento pastoral de las nuevas comunidades exige una atención especial. En los últimos años se han dado escándalos referidos a fundadores de algunas de ellas, conocidas a veces precisamente por su fecundidad y dinamismo. Se ha de considerar al propio fundador y su equilibrio espiritual, así como el funcionamiento de la comunidad en torno a él. En cierto sentido es toda la comunidad la que constituye el sujeto fundamental del carisma comunitario, el cual incluye dones, habilidades y talentos que el fundador no encuentra en sí mismo, sino en sus hermanos, y desde este punto de vista es el servidor de su desarrollo. Siempre ha de tenerse en cuentael misterio del encuentro entre la gracia divina y la miseria humana. Los dones de Dios y los pecados de los hombres en cierto modo se entrelazan; el pecado puede pervertir desde dentro el ejercicio de carismas inicialmente auténticos, o viceversa, la gran miseria del poseedor de un carisma puede hacer más evidente su origen divino.

El acompañamiento eclesial de las nuevas comunidades y de sus carismas propios exige tanto benevolencia como autoridad. Los carismas auténticos podrían pervivir en un estado paradójico, dando frutos innegables al tiempo que se encuentran, por así decirlo, desequilibrados. ¿Podemos decir que, como el árbol es malo, los frutos son necesariamente malos? ¿Se puede salvar algo? Los comportamientos inicuos del fundador no siempre bastarán para concluir que la comunidad no pueda ser reconocida como un buen árbol en su conjunto. Sería oportuno sacar a la luz las intuiciones espirituales y apostólicas que explican los frutos, y desvincularlos de las derivas que los han afectado; debería normalmente evitarse la tentación de una especie de “damnatio memoriae” que eliminara toda referencia al fundador; habría que discernir en su vida, escritos y acciones lo que requiera corrección y purificación, y lo que contribuyó a los buenos frutos que siguieron, identificar las disfunciones y los abusos, localizar sus causas y, si fuera el caso, extraer las consecuencias en las modificaciones a realizar en las normas.

Los problemas son numerosos y complejos. Pero es significativo que, en los últimos años, en varias ocasiones la opción de la autoridad eclesiástica ha consistido en intentar salvar a las comunidades afectadas. Eso sólo es posible si creemos que, a pesar de los escándalos y de la acción del Maligno, la constatación de ciertos frutos buenos sólo se explica por la acción de un auténtico carisma, que debe salir a la luz. A la larga, podemos esperar que la indignidad de algunos no haga sino poner de manifiesto con mayor claridad la acción del Espíritu Santo.

El autorDenis Biju-Duval

Profesor en la Pontificia Universidad Lateranense.

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