Familia

Relación entre fe y sacramentos. ¿Qué fe se necesita para casarse?

Dos expertos explican la relación entre fe y sacramentos y, más en particular, qué fe necesita un bautizado para casarse. Ofrecemos así un análisis del reciente documento de la Comisión Teológica Internacional sobre La reciprocidad entre fe y sacramentos en la economía sacramental.

Ramiro Pellitero·8 de mayo de 2020·Tiempo de lectura: 5 minutos

El núcleo de la argumentación seguida por el Documento de la Comisión Teológica Internacional (CTI), publicado en marzo, sobre La reciprocidad entre fe y sacramentos en la economía sacramental, es el doble carácter, sacramental y dialogal o dialógico, de la revelación cristiana. Este doble carácter pertenece también al modo en que Dios ha querido que accedamos a la salvación, es decir, a lo que llamamos la “economía” de la salvación.

Revelación: sacramental y dialogal 

Esto se desarrolla en el capítulo segundo del Documento, titulado: Índole dialogal de la economía sacramental de la salvación. De un modo que para muchos lectores resultará novedoso, se muestra el carácter de “diálogo” que tienen los sacramentos y, más en general, la vida cristiana: diálogo entre Dios y las personas, y viceversa. Diálogo que conduce a un diálogo de amistad y fraternidad entre los hombres. 

Antes de esto se evoca el tema, más conocido, de la sacramentalidad de la revelación. Es una perspectiva que viene de los Padres de la Iglesia y que, junto con la perspectiva dialogal, más personalista, se viene redescubriendo desde el Concilio Vaticano II. La noción de “sacramento” (=signo e instrumento de salvación) se utiliza en un sentido más amplio que el de los siete sacramentos, de modo que se puede aplicar a todo lo cristiano. 

Ya la misma creación y la historia de la salvación participan de este carácter “sacramental”, pues el Creador ha dejado en el mundo la huella de su amor y su sabiduría. Particularmente en la persona humana, imagen y semejanza de Dios (cfr. Gn 1, 26), creada según el “proyecto” de Cristo. El hombre está llamado, en Cristo, a la comunión y al diálogo con Dios y a darle gloria. Un proyecto y una llamada que se van desvelando a lo largo de la historia de la salvación: en la Alianza con el Pueblo de Israel, a la vez que se establecen muchos de los signos que inspirarán la liturgia cristiana. 

La encarnación del Hijo de Dios se constituye como centro, culmen y clave de la economía sacramental. Jesucristo es considerado por los Padres de la Iglesia como “sacramento” primordial u originario, signo e instrumento de su Amor por nosotros. “Jesucristo” –afirma el texto– “concentra el fundamento y la fuente de toda la sacramentalidad”. Esa “economía” de la sacramentalidad se despliega, a través de la Iglesia –llamada por el Concilio “sacramento universal de salvación” en Cristo–, sobre todo en los siete sacramentos particulares, que, a su vez, generan continuamente la Iglesia (cfr. n. 31).

Es así como Dios nos ofrece, a la vez, su diálogo de salvación en Cristo, Palabra eterna de Dios hecha carne por la acción del Espíritu Santo, que sigue actuando en y por la Iglesia, gracias al mismo Espíritu. 

 Todo ello requiere nuestra cooperación y respuesta libre mediante la fe personal. Sin la fe, los sacramentos serían como un automatismo o mecanicismo o una acción de tipo mágico, ajeno al carácter dialogal de la “economía divina”. Sin los sacramentos, la fe no bastaría para salvarnos, según la estructura misma de la economía divina. En palabras de Joseph Ratzinger, “la pérdida de los sacramentos equivale a la pérdida de la encarnación y viceversa”.

En definitiva –cabría resumir–, por la fe y los sacramentos los cristianos están llamados a ser “sacramentos vivos” y también “palabras vivas” de Cristo, signos e instrumentos al servicio del diálogo salvífico entre Dios y los hombres.

Conexión inseparable

En definitiva: “En la concepción cristiana no cabe pensar una fe sin expresión sacramental (frente a la privatización subjetivista), ni una práctica sacramental en ausencia de fe eclesial (contra el ritualismo)” (n. 51). 

El Documento señala, a modo de síntesis, algunos elementos concretos de esta relación entre fe y sacramentos: 1) además de ser signos e instrumentos de la gracia de Dios, los sacramentos poseen (también) un fin pedagógico porque nos enseñan cómo obra Jesús; 2) los sacramentos suponen la fe como acceso a los sacramentos (para que no se queden en un rito vacío o se interpreten como algo “mágico”) y como condición para que produzcan personalmente los dones que objetivamente contienen; 3) los sacramentos manifiestan la fe del sujeto (dimensión personal) y de la Iglesia (dimensión eclesial), como fe vivida y coherente, por lo que no cabe una celebración de los sacramentos ajena a la Iglesia; 4) los sacramentos alimentan la fe en cuanto que comunican la gracia y significan eficazmente el misterio de la salvación (cfr. n. 57).

De esta manera, “a través de la fe y los sacramentos de la fe –por la acción del Espíritu Santo– entramos en diálogo, en contacto vital con el Redentor, que está sentado a la diestra del Padre” (ibíd.). A esto se añade que la celebración sacramental nos pone en relación con la historia de la salvación. Y que implica, por nuestra parte, además del recurso asiduo a los sacramentos, un compromiso de fidelidad y de amor hacia Dios y de servicio a los demás, especialmente a los más necesitados (cfr. n. 59).

Consecuencias en la catequesis y la vida

La reciprocidad entre la fe y los sacramentos debe enseñarse en la catequesis a partir del “misterio pascual” de la muerte y resurrección del Señor. Por eso la catequesis debe ser “mistagógica” (introductora a los misterios de la fe). Debe preparar para la confesión de la fe (explicando sus contenidos), confesión que originariamente tiene forma de diálogo. Y debe preparar para participar fructuosamente en los sacramentos. 

Sin una formación adecuada, no se pueden vivir ni comprender bien los sacramentos. Por su carácter “dialogal”, en los sacramentos, a través de sencillos símbolos (el agua, el aceite, la luz y el fuego, etc.), Dios nos ofrece sus palabras de amor –¡en último término su Palabra misma hecha carne: Cristo!–, eficaces para darnos su gracia salvadora. Y espera nuestra respuesta amorosa con la coherencia de nuestra vida (cfr. n. 67).

Cuando se celebran del modo adecuado, los sacramentos siempre producen lo que significan (validez). Para que tengan todo su fruto, se requiere, además, la fe en el que los recibe –teniendo en cuenta que “no se exige la misma fe para todos los sacramentos ni en las mismas circunstancias de la vida” (n. 45)–, junto con la intención positiva de recibir lo que ahí se significa.

Por medio de los sacramentos, recibidos fructuosamente, el cristiano participa del sacerdocio mismo de Cristo (en una doble modalidad: “sacerdocio común de los fieles” y “sacerdocio ministerial”). Así se entiende otra afirmación central del Documento: que la persona está llamada a conducir a la creación, mediante un “sacerdocio cósmico”, hacia su verdadera finalidad: la manifestación de la gloria de Dios (cfr. n. 27). 

En otros términos: por medio de las personas, todo lo creado puede y debe ser un “libro” (libro de la naturaleza) y un “camino” (de amistad y de amor) para que Dios sea conocido y amado. Al mismo tiempo, los hombres y las mujeres, unidos en la vida divina, pueden ser, en la vida terrena y después de ella, felices. Los sacramentos, en efecto, permiten vivir esa “ecología integral” que reclama nuestra fe.

Esto comienza en los sacramentos de iniciación (Bautismo, Confirmación y Eucaristía). Ante nuestras deficiencias, heridas y pecados, la Iglesia nos administra los sacramentos de curación (Penitencia o confesión de los pecados y Unción de los enfermos).

La vida cristiana, que es vida sacramental, se desarrolla y crece en el contexto de la comunidad eclesial. Y al servicio de la comunión y de la comunidad eclesial se sitúan los sacramentos del Orden y del matrimonio. Así la Iglesia es familia y las familias cristianas pueden ser “Iglesias domésticas” (pequeñas Iglesias o Iglesias del hogar), donde se aprende la vida cristiana para el bien de la Iglesia y del mundo.

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