Evangelización

¿Homilías aburridas? Me importan los demás

Todo lo humano debe importarnos porque, como decía Terencio, nada de lo humano me es ajeno. Hemos de de estar al cabo de la calle, no pendiente de las modas pero sí conociendo qué se cuece en el día a día de aquellos a quienes tenemos que hablar.

Javier Sánchez Cervera·5 de mayo de 2022·Tiempo de lectura: 3 minutos
amistad

El Evangelio de San Marcos relata en el cuarto capítulo la parábola de la semilla que crece sola, a continuación narra otra parábola, la del grano de mostaza, al terminar precisa que con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas.

Las imágenes y los temas de conversación que Cristo utiliza en su enseñanza son de lo más variado: Él habla de perlas, tesoros, monedas perdidas, del sembrador, del viento que sopla del sur, de los peces del mar de Galilea, de la semilla de mostaza, del hijo que se va de casa, del esposo que llega a la casa de la novia , de un rey que es coronado, de las yuntas de bueyes, del campo que compra un señor, de la cara del Cesar en la moneda y de miles de temas más.

Creo que si hoy escucháramos al Maestro podríamos oírle extraer sabiduría divina mientas nos habla de los euros, de la última canción de Rosalía, de la situación geopolítica del mundo, de los ingresados por el COVID en la pandemia o de la supercopa que ganó el Real Madrid con un hat trick de Benzemá.

Digamos que el Señor se toma muy enserio la encarnación y cuando decide hacerse hombre abraza todo lo humano, lo mira con atención y extrae lecciones de todo lo que contempla para, como dice el Evangelio, acomodarse a su entender. Estoy seguro que sus grandes maestros, fueron, como no podía ser de otro modo, María y José. La agudeza de nuestra Madre y la profundidad silenciosa de su esposo sabían ver, y hacer ver, mucho más allá, sabían -como señala San Josemaría-  descubrir ese algo divino que en los detalles se encierra.

Siglos después el Concilio Vaticano II precisará:

Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuántos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón.

Traduciendo: El trabajo y el descanso, el deporte, el ocio, la vida familiar y social, los progresos de la técnica y las expresiones de la cultura, los sucesos de las familias y los movimientos geopolíticos, todo lo humano, en definitiva, debe importarnos porque como decía Terencio nada de lo humano me es ajeno.

Se trata, en definitiva, de estar al cabo de la calle, no pendiente de las modas pero sí conociendo que se cuece en el día a día de aquellos a quienes tenemos que hablar.

En el tenis hay una norma básica: Hay que agacharse. Desde arriba no se puede golpear a la bola porque el efecto que se necesita dar, ya sea cortado o liftado requiere el roce del cordaje de la raqueta sobre la bola y eso no se puede hacer de arriba hacia abajo sino lo contrario. Podríamos decir lo mismo de nuestra predicación, no se puede hacer desde arriba, desde la distancia, sino desde la humildad de quien se abaja y hace el esfuerzo por conocer, por rozar, la realidad más concreta, el día a día, de aquellos a quienes tiene que hablar. Desde ahí luego podrá, deberá, elevar la bola hacia el cielo, de abajo hacia arriba, lo contrario es imposible.

Un ejemplo: Santa Teresa de Lisieux, desde su clausura, fue capaz de sumergirse en la intimidad con Dios y al mismo tiempo seguir muy unida al mundo por el que se ofrecía una y otra vez. Ella, al cabo de la calle, oía hablar de los avances de la técnica y sabía descubrir el algo divino encerrado en ello. Así se expresa en su Historia de un alma:

Estamos en un siglo de inventos. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de subir los peldaños de una escalera: en las casas de los ricos, un ascensor la suple ventajosamente. Yo quisiera también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección. Entonces busqué en los Libros Sagrados algún indicio del ascensor, objeto de mi deseo, y leí estas palabras salidas de la boca de Sabiduría eterna: El que sea pequeñito, que venga a mí.

Por eso si nos tomamos en serio al hombre que nos escucha debemos hacer un esfuerzo por conocer la realidad en la que se mueve, por entender qué le pasa y por utilizar ese conocimiento en nuestra predicación por, en definitiva, acomodarnos al entender de quienes nos escuchan. Cuando estés preparando tu predicación piensa: Los que me van a escuchar, ¿quienes son? ¿qué les pasa? ¿qué preocupaciones tienen? y, solo entonces, trata de anunciarles el Evangelio con sus propias categorías, encarnando la palabra eterna de Jesucristo, entonces serás buen instrumento en sus manos.

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