Familia

El don de sí, promesa de fecundidad

La entrega de la vida siempre engendra vida. La generosidad al final produce frutos.

José Miguel Granados·18 de julio de 2021·Tiempo de lectura: 4 minutos
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Pequeños héroes

Al final de la gran epopeya narrada por J.R.R. Tolkein en El Señor de los anillos, asistimos a este conmovedor diálogo de despedida entre los dos héroes “medianos” o hobbits, Frodo y su fiel compañero:

“-Pero -dijo Sam, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas-, yo creía que también usted iba a disfrutar en la Comarca, años y años, después de todo lo que ha hecho.

-También yo lo creía, en un tiempo. Pero he sufrido heridas demasiado profundas, Sam. Intenté salvar la Comarca, y la he salvado; pero no para mí. Así suele ocurrir, Sam, cuando las cosas están en peligro: alguien tiene que renunciar a ellas, perderlas, para que otros las conserven. Pero tú eres mi heredero: todo cuanto tengo y podría haber tenido te lo dejo a ti. Y además tienes a Rosa, y a Elanor; y vendrán también el pequeño Frodo y la pequeña Rosa, y Merry, y Rizos de Oro, y Pippin; y acaso otros que no alcanzo a ver. Tus manos y tu cabeza serán necesarios en todas partes. Serás el alcalde, naturalmente, por tanto tiempo como quieras serlo, y el jardinero más famoso de la historia; y leerás las páginas del Libro rojo, y perpetuarás la memoria de una edad ahora desaparecida, para que la gente recuerde siempre el gran peligro, y ame aún más entrañablemente el país bien amado. Y eso te mantendrá tan ocupado y feliz como es posible estarlo, mientras continúe tu parte de la historia”.

La entrega de la vida siempre engendra vida. La generosidad al final produce frutos. La fidelidad esforzada y perseverante en el cumplimiento de la propia vocación y misión encuentra noble recompensa, pues difunde el bien y embellece el mundo.

El don de los esposos: fecundidad de la carne

El amor conyugal es el arquetipo del amor humano, puesto que contiene la concreción del servicio en la vida en común y la especial fecundidad de la unión de los esposos en la intimidad sexual. El don mutuo del marido y la mujer -que “dan al cónyuge en exclusiva la semilla de sí mismos”- lleva al don divino de la persona del hijo, a quien el Dios ama e infunde el alma espiritual e inmortal.

Como enseñaba Juan Pablo II, “en su realidad más profunda, el amor es esencialmente don y el amor conyugal, a la vez que conduce a los esposos al recíproco ‘conocimiento’ que les hace ‘una sola carne’ (cf. Gén 2, 24), no se agota dentro de la pareja, ya que los hace capaces de la máxima donación posible, por la cual se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva persona humana. De este modo los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de la madre” (exhortación Familiaris consortio, n. 14).

El amor conyugal auténtico se abre a las fuentes divinas de la vida. Es una especial participación en la obra maravillosa del Creador. Los padres son procreadores, partícipes del poder divino infinito de dar vida humana, transmisores de la bendición originaria de la fecundidad. Ellos descubren con estupor agradecido el valor generativo de su comunión de amor. Están llamados a vivir su alianza nupcial en la verdad de una entrega recíproca plena, abierta a la vida, de forma consciente, libre y responsable; con esfuerzo y con gozo.

El “nosotros” conyugal -remedo y destello del “Nosotros” de la Comunión trinitaria- se amplía en el “nosotros” familiar con la llegada del hijo: de “nuestro hijo”, como ellos dicen. La dignidad irreductible de cada hijo -que lleva el sello de la imagen y semejanza divina, y se halla orientado a un destino eterno- confiere relieve y trascendenciade gloria celestial al amor terreno de los esposos.

No se pierde ningún acto de amor

La paternidad y maternidad se prolongan en la gravosa carga de las tareas de la crianza y de la educación. Los esposos normalmente se sacrifican con amor gustoso por su progenie. Por su parte, la vocación del celibato evangélico ilumina el sentido espiritual del engendrar al que están llamados los padres, como maestros y guías de sus hijos: se trata de una prolongación de la paternidad y de la maternidad, que tiene lugar mediante el ejemplo y la formación humana; y también en toda la vida de gracia y de oración, en la que se comunican méritos por la acción misteriosa del Espíritu Santo, y contribuyen al alumbramiento de la vida del Espíritu en sus hijos.

Con frecuencia, ese esfuerzo comunicativo ha de mantenerse en el tiempo, superando dificultades: con tesón, sin ver los frutos de modo inmediato. Las promesas divinas -que anidan en los deseos del corazón cuando se ordenan a la verdad de la entrega- fundamentan la esperanza sobrenatural inquebrantable.

En este sentido, el Papa Francisco recordaba que quien se esfuerza en la misión evangelizadora “tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia” (exhortación Evangelii gaudium, n. 279). Y concluía con palabras de aliento: “Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca” (ibíd.).

En definitiva, el don de amor es irrefrenablemente expansivo: siempre puede más que cualquier dificultad. Pues Dios no falla: “es fiel quien hizo la promesa” (Heb 10,23). De modo que “la esperanza no defrauda” (Rm 5,5).

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