Dossier

Comprometidos

Omnes·17 de junio de 2018·Tiempo de lectura: 3 minutos

La palabra “compromiso” significa, por un lado, vinculación o atadura, e invita a la fidelidad. Pero también existen las “situaciones comprometidas”, que invitan a la prudencia. Nuestros tiempos requieren mucha lealtad, que fortalece el compromiso “bueno”.

Manuel Blanco —Párroco de Santa María de Portor. Delegado de Medios de Comunicación de la Archidiócesis de Santiago de Compostela.

El término “comprometidos” hace referencia, principalmente, a dos acepciones que podrían figurar en la misma moneda a modo de sus dos caras. Por una parte, el denostado “compromiso” consiste en esa idea casi “espantosa”, porque asusta, de atarse o vincularse a algo.

En el caso de los cristianos, por puro amor. Cuando un sacerdote se compromete, pone en juego sus potencias (tras un sano razonamiento, implica al máximo su voluntad de amar con dedicación exclusiva). Comienza un camino de servicio y fidelidad a Dios y a su causa de salvación. Las obligaciones se contraen; la palabra y la honra se ponen en juego; se busca cumplir; etc. Un “me da la gana” sano. El párroco de un pueblo definía su compromiso como un ofrecimiento de toda su vida. A Dios en primer lugar. Y desde ahí, también, como una identificación con Cristo en vivir para los demás. “Esto hace que deba rezar muchísimo al Señor” (decía), “para mantenerme al lado de las necesidades de mayores, pequeños, jóvenes, matrimonios, etc.”. Las madres y abuelas, profesionales del compromiso, razonan de la siguiente manera cuando han inaugurado la edad provecta: “no quiero molestar”; “os estoy dando mucho trabajo”. Quienes tienen la dicha de atenderlas saben que resulta un placer cuidarlas, aunque suponga esfuerzo. Jesús tampoco quiere molestar, pero sabe que crecemos con esas responsabilidades.

“Compromiso” adopta otro significado: inmiscuirse en algo malo, difícil, peligroso, delicado. Las “situaciones comprometidas” son como las flores de una planta carnívora: en un instante se transforman en fauces devoradoras. Por ejemplo: ¿debe un sacerdote, como un feligrés más, trabajar en la confección del Belén hasta las 3:00 a.m., o irse a dormir?

La prudencia siempre ha recomendado a los matrimonios cuidar muy bien su amor. Durante una preparación para este sacramento, contaban un caso paradigmático: hombre casado recoge en coche a mujer casada para ir sus puestos de trabajo. Problema de pareja en casa de la mujer; desahogo durante el trayecto. Comprensión por parte de él, majísimo. Matrimonios rotos en ambos casos. Ha nacido una nueva relación de pareja en ese recorrido… Un párroco está expuesto a situaciones donde su corazón también puede tambalearse como el de cualquier pareja. Las crisis también llaman a su puerta y los pecados capitales anidan en él igual que en los demás. “Hoy tengo libre, Don Fulano, voy sola a su casa y me invita a un café”: tal vez no, pero el páter podría verse comprometido.

Un breve relato de buen compromiso: Durante un viaje a Roma, unos compañeros sacerdotes junto a varios laicos salían en taxi hacia el aeropuerto. Regresaban a su país. Uno de los seglares olvidó algo en el alojamiento y decidió regresar; los demás, decidieron no esperar, pues se aproximaba la hora del vuelo. Los sacerdotes aguardaron y aquella persona no sabía cómo agradecerlo. No perdieron el avión; se habían comprometido; y bromeaban victoriosos: “nosotros no nos fuimos”.

Estos comienzos del siglo XXI requieren mucha lealtad, preciosa palabra para denominar al compromiso bueno. Por lógica, los capos del narcotráfico gallego, como cualquier otra mafia, habrán valorado la adhesión inquebrantable de sus colaboradores; pero ahí no reside la verdadera lealtad. Tampoco les debemos lealtad a nuestras pasiones y miserias, que nos piden tributos cada vez más altos, si les rendimos ese homenaje miserable de abandonarnos en sus brazos hechiceros.
Nuestra condición de leales para con la Iglesia no da miedo. Ella libera. Claro que recibe encantada la entrega que queramos confiarle. Como recibió la del Hijo de Dios. La diferencia estriba en que la Iglesia invierte esa entrega en fondos liberadores. Baja a las mazmorras y desengancha los grilletes del egoísmo; los pone uno a continuación de otro para que el ser humano pueda ir subiendo, en familia, hacia el cielo de los libres. Así inaugura una nueva cadena, la de la solidaridad, en la que unos sostenemos a los otros y en donde somos también sostenidos por las verdaderas amistades.

El auténtico compromiso no agobia: protege. Rescata al mundo de los “egos” que se han subido al trono o a la cátedra. Encuentra a los “sin voz” y a los descartados para tratarlos como hermanos. Cuando dice “sí” o dice “no”, ofrece puerto seguro donde cimentar valores y verdad.

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