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Clausura del Año Ignaciano

Abel Toraño es el coordinador del Año Ignaciano. En estas líneas reflexiona sobre los frutos de estos meses y cómo la vida de san Ignacio sigue iluminando a los hombres del siglo XXI. 

Abel Toraño SJ·31 de julio de 2022·Tiempo de lectura: 4 minutos
Año Ignaciano

Han pasado quince meses desde el inicio del Año Ignaciano, que conmemora aquel 20 de mayo de 1521 en que Ignacio cayó malherido en la defensa de Pamplona. Quince meses que han culminado este 31 de julio, festividad del santo; tiempo que nos ha servido para hacer memoria agradecida de su vida y, sobre todo, de la acción misericordiosa de Dios en su persona.

Por la hondura de este cambio, por todo lo que significó en su vida y por lo que significaría en la vida de tantas personas, hablamos de conversión. Conversión que no hemos entendido como algo ajeno a nosotros, sino como un camino de fe que nos reta y nos muestra un horizonte hacia el que nos sentimos invitados a caminar.

Una conversión decisiva

El itinerario de la conversión del joven cortesano, Íñigo, nos ha servido de estímulo para proponer iniciativas apostólicas muy diversas: jornadas de teología y de formación, propuestas para jóvenes de colegios, parroquias y universidades; congresos y exposiciones; publicaciones de calado, como el Autógrafo de los Ejercicios; ayudas para la oración y para las celebraciones; peregrinaciones y, sobre todo, la práctica de los Ejercicios Espirituales, alma espiritual de todo lo que somos y hacemos.

A veces he llegado a preguntarme si no serían muchas cosas, quizá demasiadas; pero la verdadera pregunta que debemos responder es otra: ¿en qué medida nos han ayudado estas propuestas a recorrer un camino que nos lleve a Dios? ¿Han supuesto estas iniciativas un estímulo para caminar hacia la cumbre?

La conversión de Ignacio de Loyola le llevó a una cumbre que él no esperaba: el encuentro con Dios cara a cara, corazón con corazón, que le llevó a “ver nuevas todas las cosas”. La cumbre, la conversión así entendida, no es el final del camino; sino el principio de toda novedad guiada por el Espíritu. ¿Dónde está esa novedad y cómo se muestra en la vida de Ignacio peregrino?

Una nueva mirada

La conversión, esa altura de la experiencia de Dios que madura de modo inesperado en Manresa, permitirá a Ignacio ver todas las cosas desde la mirada de Dios. En esa mirada están todas las cosas llamadas a la más íntima comunión, la comunión en el amor.

Amor que empieza por uno mismo, reconociendo las propias limitaciones y pecados y, aun con todo, sintiéndose siempre amado y rescatado en Jesucristo, rostro de la misericordia de Dios.

Mirada que busca la cercanía con el mundo y no su rechazo; de modo que el movimiento del Amor es siempre descender, entregarse de modo especial en tantas situaciones de desamor, miseria e injusticia que podríamos tildar de a-teas (sin-Dios).

La mirada encarnada busca la cercanía a aquellas personas a las que Jesús, en el sermón del monte, proclamó dichosas, porque Dios mismo no se quería entender sin ellas. Mirada, en definitiva, que no busca otra cosa que ayudar, y no sacar provecho personal. ¡Cuántas veces nuestras obras, incluso nuestras buenas obras, están pendientes de reconocimiento y del aplauso!

Aprender a amar

Si nos descuidamos, estamos más pendientes de sentirnos bien por lo que hacemos, que de realmente hacer el bien a quien lo necesita; más allá de cómo nos sintamos. Ignacio fue aprendiendo la difícil lección del “amor discreto”, es decir, el amor discernido. Aquél que no busca el propio interés, ni engorda el propio yo escondiéndose en supuestos actos de bondad.

Lo importante, aquello a lo que Dios nos mueve es a “ayudar a las almas”; ayudar a tantos hombres y mujeres a vivir desde lo escondido y genuino de su corazón, allá donde habita su verdad, allí donde se dan los verdaderos encuentros con los prójimos y con Dios. Y esto, la mayoría de las veces sucede en lo escondido, en el silencio, en la oración.

Así escribía el santo de Loyola en 1536:  «… siendo [los Ejercicios Espirituales] todo lo mejor que yo en esta vida puedo pensar, sentir y entender, así para el hombre poderse aprovechar a sí mismo, como para poder fructificar, ayudar y aprovechar a otros muchos…».

Amistad

Con motivo del IV centenario de la canonización de san Ignacio (12 de marzo), me sentí movido a traducir su santidad en términos de amistad: “santidad es amistad”. Así lo vivió Ignacio y así nos lo muestra la tradición bíblica y eclesial.

Amistad con Dios en primer lugar. Al comienzo de su conversión, Jesús es para Ignacio el nuevo Señor a quien desea servir. Esta imagen de Dios, que en cierto modo se mantendrá toda su vida, habría de pasar por un duro proceso de purificación.

Ante los señores de este mundo es necesario hacer méritos, rendir cuentas para que te tengan en consideración. Ignacio, hundido en la más severa desolación en la villa de Manresa, sentirá que el amor de Dios es incondicional; que la misericordia es su primera y última palabra.

Que a este Dios, a este Señor, no hay que ganárselo, porque es Él quien nos ama primero y quien nos busca para llamarnos amigos. En el libro de los Ejercicios Espirituales, Ignacio propondrá al ejercitante que se dirija a Dios “como un amigo habla con otro amigo”.

Amistad con aquellas personas con las que compartimos fe y misión. Conocemos la vida y la obra de Ignacio porque las compartió con muchas personas, de modo singular con los primeros compañeros que formarían la Compañía de Jesús.

El viaje ignaciano

Después de varios años viviendo juntos y estudiando en París, Ignacio se hubo de ausentar casi un año por motivos de salud, citándose en Venecia. En una de sus cartas, Ignacio deja constancia de ese reencuentro con estas palabras: “de París llegaron aquí, mediado enero, nueve amigos míos en el Señor”.

Es el vínculo de la verdadera amistad lo que nos construye como comunidad, como Iglesia. Un vínculo que va más allá de gustos, apetencias personales e ideas compartidas por los más afines.

La verdadera amistad nos hace apreciar el valor y la belleza de lo distinto, lo complementario, lo que ni yo ni mi grupo podemos ni debemos alcanzar. En la verdadera amistad dejamos que el otro y los otros sean quienes deben ser, y dejamos que sea el Señor quien obre el milagro de la comunión.

Amistad, por último, con los más pobres y necesitados. En 1547 Ignacio recibe una carta de los jesuitas de Padua. Escriben a su P. General expresando las extremas dificultades que les toca vivir. El estado de penuria se va agravando, porque el fundador del nuevo colegio ha retirado la mayor parte de la asignación económica necesaria para mantener la obra.

Escriben a Ignacio porque necesitan su consuelo. La carta que les envía Ignacio es una joya que deja entrever el lazo íntimo (místico) entre pobreza y amistad. Escribe así el santo: “son tan grandes los pobres en la presencia divina que principalmente para ellos fue enviado Jesucristo a la tierra”. Y añade más adelante: “la amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno”.

El autorAbel Toraño SJ

Coordinador en España del Año Ignaciano

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